jueves, 10 de marzo de 2022

Aquí y ahora

La guerra no acontece allí, sino aquí y ahora, en tu teléfono móvil. En la misma pantalla en que recibes las fotos de tus hijas, los comentarios sarcásticos de tus amigos, las bromas y los memes. 

No, las bombas no caen -como antes- al otro lado del teletipo o en la antena parabólica de la CNN, están cayendo aquí, donde ahora lees. Donde ahora parpadea la imagen reventará un obús -justo ahora: escucha el estruendo, escucha el llanto. 

El ser humano -hecho de palabra y tiempo- es ahora ubicuo, ha extendido su conciencia: no puedes caminar con calma por la calle mientras la metralla resuena en el bolsillo de tu camisa.

Basta un click para acceder al horror, ahora hay una mirilla, un pasadizo que conduce al infierno y por más que corramos la cortina del salvapantallas no se va a extinguir el dolor y el fuego sobre Ucrania.

Tenemos línea directa con las trincheras del mundo.

No deja de ser rocambolesca la puesta en escena que convoca la presencia de Zelensky manifestándose ante los senados del universo como si nos hablara desde los confines de una galaxia muy muy lejana. Como si el sátrapa ruso fuera el Emperador Sith.

Ucrania no es una isla remota, está aquí, porque además tu vida, la mía, la de todos, está conectada al click de un botón rojo que incendiaría la tierra en menos de lo que se tarda en hacer una copia de seguridad de los datos de wsp.

Ni siquiera existe la distancia geográfica: solo cuatro horas de vuelo separan Sevilla de Kiev, una hora menos de lo que se tarda en ir en coche Almería.

La ¿contundente? reacción de occidente solo se explica porque es imposible negar lo que está sucediendo a la vista de todos. La poca dignidad que nos quedaba la hemos empleado en articular unas medidas que intentan difuminar la evidencia: la única reacción honorable y a la altura de la hoja de ruta que ha conducido a esto (desde el desmantelamiento de las nucleares a las falsas promesas a Kiev) es ir a la batalla.

¿Pero quién de entre los mandatarios del mundo tendría ahora las agallas de aterrizar en Odessa y decir, como aquel presidente asesinado, “yo soy ucraniano”? A cambio, haciéndonos trampas al solitario, ponemos al heroico presidente de Ucrania a decir por una pantalla: “yo soy europeo”. Y la emoción y la épica dura lo que dura la videoconferencia.

Ahora bien, ¿se puede ir a la batalla? Was tun? -qué hacer, que se decía aquel mogol llamado Lenin que está en el origen primigenio de este fracaso.

Militarmente, nada: las armas nucleares se inventaron para esto.

Occidente las usó y le funcionaron, no se olvide.

¿Entonces?

Por más que la violencia nos repugne la repugnancia solo es verdadera cuando se arriesga vida y hacienda para erradicarla y para esto hay que tener una altura moral que ahora mismo solo tienen los patriotas ucranianos a quienes han arrebatado todo.

Pero el precio es inasumible porque comporta la destrucción del mundo.

Es trágico decirlo, pero solo cabe prepararse para la próxima batalla, rearmarse moralmente para que el enemigo no se atreva a cruzar la próxima frontera.

Si Reagan inquietó a la URSS con la potencia fool de una escalada militar galáctica, la Guerra de las Galaxias de Putin se ha dirimido en el plano moral: "todo lo más -se ha dicho- me pondrán una multa", y la verdad es que de ahí no hemos pasado.

¿Y es posible ese rearme moral, esa resurrección de la conciencia que enarbole nuevamente la bandera de la libertad -libertad para qué se decía el otro Vládimir- que nos ha arrebatado la guerra y la pandemia?

Pues me temo que no sin dolor, pero el dolor es siempre el padre de la esperanza.




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