Siempre me ha parecido (recuerdo haber tenido ya este pensamiento
cuando asistía de niño al rosario diario de misiles en el Líbano) que la guerra es una
proyección astronómica de los odios del mundo.
Si existen disputas entre familiares, entre vecinos y amigos, entre departamentos de una misma
oficina, ¿cómo nos va extrañar que a otra escala esta violencia alcance la
forma de combates cruentos, en los que el uso de armamento anonimiza este horror
universal?
La guerra, esta o cualquier otra, suscita más adhesiones de las
que públicamente son reconocidas, siempre encontraréis quien la justifique o
explique, quien en el fondo la apruebe.
Haced un pequeño sondeo en vuestro entorno y veréis que nunca
falta quien comprenda las razones del guerrero, y cómo estas personas, a su
vez, registran un largo memorial de conflictos con su mundo.
En España avergüenza la tibieza del repudio a la Guerra de
Ucrania de algunas formaciones siempre en posición de combate, desde los dos extremismos
ideológicos. Como avergüenza el uso que desde el poder se realiza de estas confrontaciones
en propio beneficio sin medir las consecuencias.
Desde la secesión de Cataluña -no militar o política, pero
secesión de facto- la crispación se ha elevado a niveles que no se veían desde
la Segunda República que colapsó precisamente por convertir a la violencia en
el principio primordial de acción política.
No hay pues, pongo por caso, tanta distancia, entre las
guerras de Casado y Ayuso o las de Pedro Sánchez y sus socios de gobierno, y la terrorífica de Ucrania, la violencia universal “cristaliza”
siempre en armamento y la única forma de combatirla, más allá de la acción
humanitaria y comercial, es, me parece, la acción personal: hacer del amor y la
ternura un principio vital, dulcificar nuestra relación con el mundo, ser algo
más dóciles ante los requerimientos de los demás.
Durante el Gran Confinamiento nos llegamos a convencer de
que saldríamos mejores del arresto domiciliario, pero la realidad es que en
nuestros negocios diarios estamos todos
más crispados aún que antes y ya metidos en la III Guerra Mundial, lo que a mí no
me extraña viendo como arden continuamente las agresiva redes sociales.
Estos últimos años nos han obligado a todos a pensar por
encima de nuestra realidad y nuestras capacidades, estamos agotados y nos
merecíamos algo más de universal felicidad.
Creo que esto es un sentimiento común, como lo es que las
mascarillas se hayan caído por acción de los misiles rusos.
Esta la cosa tan mal que deberíamos darnos todos un poco más
de cariño.
El efecto, créanlo o no, será inmediato, como inmediato es
de la oración.
Yo me recuerdo con seis años rezando porque se acabara la
guerra del Líbano y cómo mi oración fue interrumpida por un avance informativo
(de esos avances de entonces que lo mínimo que reportaban era la muerte de John
Lennon o el Golpe de Tejero y que hacían temblar a las familias) que anunciaba una
tregua y el fin de las hostilidades.
No les voy a pedir a ustedes que recen, pero sí que den los
buenos días y los den sonriendo.
Para exterminar la violencia del mundo se ha de empezar
también por uno mismo.
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