Sé que debería dar parte a las autoridades administrativas o científicas, pero no encuentro la hora de hacerlo. La cosa empezó así: yo hacía el trayecto entre Sevilla y Cáceres por la autovía cuando a la altura de la Sierra de Huelva se me encendió el piloto de la gasolina. Llovía y era de noche, así que renuncié a desviarme en busca de una estación de servicio por alguna de las carreteras secundarias que serpean entre esas remotas estribaciones de Sierra Morena, atestadas de bandidos y caníbales. No me puse nervioso: calculé que en el peor de los casos el motor se pararía cien kilómetros más tarde siempre que no corriera demasiado. Tiempo suficiente para encontrar dónde repostar. La lluvia dio paso a una niebla espesa y salvaje que me impedía leer los carteles y pronto perdí la cuenta de cuántas poblaciones me había saltado. A la altura de Mérida vi que la luna se deshacía como una pastilla efervescente sobre el Guadiana. Entonces aceleré y decidí no detenerme, aunque quizá hubiera debido hacerlo cuando pasé junto al accidente, pero me pareció que alrededor de los coches volcados y los heridos había ya gente de sobra. He perdido ya la cuenta de las veces que le he dado la vuelta al cuentakilómetros del coche. Tampoco estoy seguro de si cruzo o no los mismos lugares. Podría pedir ayuda a la chica que casi todas las noches me hace señales desesperadas sentada en el arcén, pero ya me acostumbrado tanto a ella, como a los ciervos que saltan la mediana en el otoño o a los bruscos jabalíes de los amaneceres.
Doctor, la pesadilla, por llamarla de algún
modo, porque a mí me parece una escena real, es recurrente. Me levanto cerca de
un quitamiedos, rodeada de cuerpos inertes, llevo un vestido blanco o rosa,
manchado de sangre, pero no estoy herida. Me arrastro por la cuneta y se me
rompen las medias. Me araño las rodillas. Cuando consigo llegar a la autovía me
pongo a andar sin rumbo haciendo señales. No sé dónde estoy ni que
ha pasado. A veces me despierto aquí, envuelta en sudor, pero la mayoría de las
noches continúo en el sueño. No pasa ningún coche y yo sigo deambulando, parece
que no fuera a despertarme nunca. Entonces me invade una honda desesperación de
y me digo que ya no puedo más y me siento en el arcén y me echo a llorar. Justo
en ese momento, un poco antes o un poco después la escena se repite
invariablemente: el coche blanco con matrícula de Sevilla que se dio a la fuga
aparece a lo lejos echando chispas y cuando llega a mí me embiste lanzándome al
vacío hasta que me recoge el colchón. Yo comprendo que esto es una secuela lógica del
accidente, pero ya no puedo más, doctor. Estoy cansada de la pastilla. No me hace nada y ya ni me la tomo. La dejo disolverse en el vaso de agua y solo miro las hipnóticas
burbujas hasta que me derrota un sueño efervescente.
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