lunes, 3 de noviembre de 2014

Ébola

[Variación africana sobre "El Gigante Egoísta" de Oscar Wilde]

Habían declarado la capital libre del virus. Tras cinco años de desolación y otro año más de prudente cuarentena una gran conferencia internacional había escenificado el final de la plaga. Jefes de gobierno, ejecutivos de empresas farmacéuticas y una babel de gerifaltes de todas las oenegés del mundo habían posado ante los flashes del planeta. La efectividad de la vacuna era absoluta. Ahora era hora de coger el avión y de volver a casa. La carretera de tierra fangosa que conducía al aeropuerto era un hervidero atascado de coches viejos y carros tirados por animales casi prehistóricos. Una columna informe de mercancías salvajes, arrastradas por hombres y mujeres semidesnudos avanzaba por las cunetas. Había que armarse de paciencia. A uno y otro lado los palmerales se reflejaban sobre los humeantes tejados de zinc de las chabolas, aún mojados por la lluvia. El calor resultaba sofocante, pero con un poco de suerte en un par de horas, tres como mucho, estaría sobrevolando el Atlántico. Fin de la pesadilla. Para aplacar su impaciencia intentó consultar las cotizaciones, pero, como siempre, no había cobertura. Entonces lo vio. Aunque quizá viera antes el vacío. El espacio enorme alrededor del niño. No más de siete años. Avanzaba tambaleándose, con el vientre hinchado y el rostro consumido por la fiebre. Desde el coche oficial y a pesar de los cristales tintados podía incluso distinguir las indudables pústulas. Pobre, pensó, al tiempo que azuzaba al conductor para que aligerase el tránsito. Volvió a mirar. Ahora yacía en el suelo solo, exánime. Alrededor el gran vacío, la nada. Por un caso no habrá que preocuparse, se dijo. El zumbido de un mensaje lo atrajo mecánicamente otra vez a la pantalla. Sobre la negra y fría superficie, como una pieza de obsidiana, vio el reflejo impoluto del cuello de su camisa, la perfecta corbata con la que había abandonado la convención.  Cerró los ojos y sintió la sequedad en su garganta. Ahora tenía cinco años y una enfermera le ponía un termómetro, mientras su madre sonreía y, un poco más apartados, veía llorar a su padre y sus abuelos. Era extraño, nunca había recordado esos días que tanta angustia provocaron a los suyos y que, como una ola, volvían de repente remontando el tiempo tan llenos de amor. El coche apenas avanzaba, parado junto al gran vacío del niño que apenas pugnaba por alzarse del suelo. Entonces abrió la puerta de repente y salió en su busca. Nadie en el mundo sabía o podía saber mejor que él lo que aquel abrazo implicaba y, mientras acunaba al niño sobre su regazo aguardando la muerte, grandes flores blancas caían de las palmeras.




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