[Variación africana sobre "El Gigante Egoísta" de Oscar Wilde]
Habían declarado la capital
libre del virus. Tras cinco años de desolación y otro año más de prudente cuarentena
una gran conferencia internacional había escenificado el final de la plaga.
Jefes de gobierno, ejecutivos de empresas farmacéuticas y una babel de gerifaltes
de todas las oenegés del mundo habían posado ante los flashes del planeta. La efectividad
de la vacuna era absoluta. Ahora era hora de coger el avión y de volver a casa.
La carretera de tierra fangosa que conducía al aeropuerto era un hervidero
atascado de coches viejos y carros tirados por animales casi prehistóricos. Una
columna informe de mercancías salvajes, arrastradas por hombres y mujeres
semidesnudos avanzaba por las cunetas. Había que armarse de paciencia. A uno y
otro lado los palmerales se reflejaban sobre los humeantes tejados de zinc de
las chabolas, aún mojados por la lluvia. El calor resultaba sofocante, pero con
un poco de suerte en un par de horas, tres como mucho, estaría sobrevolando el
Atlántico. Fin de la pesadilla. Para aplacar su impaciencia intentó consultar las
cotizaciones, pero, como siempre, no había cobertura. Entonces lo vio. Aunque
quizá viera antes el vacío. El espacio enorme alrededor del niño. No más de siete
años. Avanzaba tambaleándose, con el vientre hinchado y el rostro consumido por
la fiebre. Desde el coche oficial y a pesar de los cristales tintados podía incluso
distinguir las indudables pústulas. Pobre, pensó, al tiempo que azuzaba al
conductor para que aligerase el tránsito. Volvió a mirar. Ahora yacía en el
suelo solo, exánime. Alrededor el gran vacío, la nada. Por un caso no habrá que
preocuparse, se dijo. El zumbido de un mensaje lo atrajo mecánicamente otra vez
a la pantalla. Sobre la negra y fría superficie, como una pieza de obsidiana,
vio el reflejo impoluto del cuello de su camisa, la perfecta corbata con la que
había abandonado la convención. Cerró
los ojos y sintió la sequedad en su garganta. Ahora tenía cinco años y una
enfermera le ponía un termómetro, mientras su madre sonreía y, un poco más
apartados, veía llorar a su padre y sus abuelos. Era extraño, nunca había
recordado esos días que tanta angustia provocaron a los suyos y que, como una
ola, volvían de repente remontando el tiempo tan llenos de amor. El coche apenas avanzaba, parado
junto al gran vacío del niño que apenas pugnaba por alzarse del suelo. Entonces
abrió la puerta de repente y salió en su busca. Nadie en el mundo sabía o podía
saber mejor que él lo que aquel abrazo implicaba y, mientras acunaba al niño
sobre su regazo aguardando la muerte, grandes flores blancas caían de las palmeras.
2 comentarios:
Bello y conmovedor. Gratias tibi.
Gracias a ti, Jesús.
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