Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Entonces,
claro, estalló la guerra.
¿Quién hubiera podido vaticinar la magnitud de la hecatombe? Los horrores del frente, sin embargo, resultan menos atroces o al menos más inteligibles que la memoria jubilosa y festiva de aquellos días. Las calles y balcones de París se llenaron de banderas como en el catorce de julio. Tanto en los primeros distritos como en los últimos suburbios columnas de niños y niñas con cascos de papel, bayonetas de madera y cañones de hojalata jugaban a la guerra en los jardines. Las oficinas de alistamiento no daban abasto y las tropas formaban en las plazas y bulevares. Antes de partir a la frontera las mujeres sacaban aún brillo a las guerreras de sus hombres quienes, investidos con el uniforme de Francia, destilaban ímpetu y ardor. Aquellos pobres incautos creían que estarían de vuelta en casa con un casco prusiano por trofeo antes del invierno. Habían usurpado la gloria de forma temeraria, como corderos llevados al matadero.
¿Quién hubiera podido vaticinar la magnitud de la hecatombe? Los horrores del frente, sin embargo, resultan menos atroces o al menos más inteligibles que la memoria jubilosa y festiva de aquellos días. Las calles y balcones de París se llenaron de banderas como en el catorce de julio. Tanto en los primeros distritos como en los últimos suburbios columnas de niños y niñas con cascos de papel, bayonetas de madera y cañones de hojalata jugaban a la guerra en los jardines. Las oficinas de alistamiento no daban abasto y las tropas formaban en las plazas y bulevares. Antes de partir a la frontera las mujeres sacaban aún brillo a las guerreras de sus hombres quienes, investidos con el uniforme de Francia, destilaban ímpetu y ardor. Aquellos pobres incautos creían que estarían de vuelta en casa con un casco prusiano por trofeo antes del invierno. Habían usurpado la gloria de forma temeraria, como corderos llevados al matadero.
Ignoro
si había un lugar para la conflagración en los planes de Faustin de Saintes, aunque
no debía resultarle del todo ajena, pues una tupida red de informadores, de
Madrid a Estambul, recalaba regularmente en nuestro local. Tampoco sé a ciencia
cierta si aquello servía favorablemente a sus propósitos o si, sometido a otros
dictámenes más altos, simplemente cumplía su parte como envilecedor de las
costumbres, condición sin duda necesaria para la desmedida tarea que habría de
ocupar a gobiernos y naciones durante los siguientes cuatro años.
No hubo
una institución académica o mercantil que no rindiera honor a sus héroes antes de la despedida y el BURLADERO
no fue una excepción. Nunca la Marsellesa ha derramado un torrente más ebrio de
sangre en las gargantas que aquella noche impura en que el redoble de los
tambores hizo tronar la inmensa bóveda de Montmartre hasta hacer tambalear sus
cimientos. Sobre el tableau toda una orden súcuba de Mariannes apenas
enfundadas en banderas de la República cantaban a coro jaleadas por los hondos
cantaores de la madrugada y el brillo dorado de los trombones americanos que recientemente habían inyectado a nuestras noches el agua densa y ponzoñosa del Mississipi.
Cambiando su acostumbrado sombrero cordobés por el gorro frigio, de Saintes hizo
un brindis por la victoria de Francia. Como súbdito extranjero, viejo y
lisiado, él no podía acompañarnos al frente, pero habríamos de sentir su
presencia, sus alas baudelerianas de albatros protector. Recuerdo que pensé con alivio que, con un poco de suerte, no lo
volvería a ver.
En este
punto me falla la memoria, recuerdo nuevamente el estremecedor redoble de los
tambores y los rostros difusos de Amparo y Ondine, de quienes llegué a
despedirme apropiadamente, pero poco más. Acaso la vaga imagen de una
guillotina de attrezzo -¿o era quizá verdadera?- y siempre un coro pertinaz que
reclamaba con creciente entusiasmo la sangre del káiser Guillermo si no
cualquier sangre.
Por fin
era libre, libre para marchar al frente, pero yo no compartía (no podía
compartir) el júbilo de mis camaradas. En las almas de los condenados no existe
la alegría, ni tampoco la tristeza, solo el tedio, un tedio indefinible y
agotador. Me enviaron al Marne. En mi petate llevaba únicamente, además del
equipaje reglamentario, un ejemplar mustio de “Las flores del mal”.
Y yo solo
anhelaba morir.
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