lunes, 15 de diciembre de 2014

Burladero Baudelaire (IX)

Capítulo V
Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I 

Entonces, claro, estalló la guerra.



¿Quién hubiera podido vaticinar la magnitud de la hecatombe? Los horrores del frente, sin embargo, resultan menos atroces o al menos más inteligibles que la memoria jubilosa y festiva de aquellos días. Las calles y balcones de París se llenaron de banderas como en el catorce de julio. Tanto en los primeros distritos como en los últimos suburbios columnas de niños y niñas con cascos de papel, bayonetas de madera y cañones de hojalata jugaban a la guerra en los jardines. Las oficinas de alistamiento no daban abasto y las tropas formaban en las plazas y bulevares. Antes de partir a la frontera las mujeres sacaban aún brillo a las guerreras de sus hombres quienes, investidos con el uniforme de Francia, destilaban ímpetu y ardor. Aquellos pobres incautos creían que estarían de vuelta en casa con un casco prusiano por trofeo antes del invierno. Habían usurpado la gloria  de forma temeraria, como corderos llevados al matadero.

Ignoro si había un lugar para la conflagración en los planes de Faustin de Saintes, aunque no debía resultarle del todo ajena, pues una tupida red de informadores, de Madrid a Estambul, recalaba regularmente en nuestro local. Tampoco sé a ciencia cierta si aquello servía favorablemente a sus propósitos o si, sometido a otros dictámenes más altos, simplemente cumplía su parte como envilecedor de las costumbres, condición sin duda necesaria para la desmedida tarea que habría de ocupar a gobiernos y naciones durante los siguientes cuatro años.

No hubo una institución académica o mercantil que no rindiera honor a sus héroes antes de la despedida y el BURLADERO no fue una excepción. Nunca la Marsellesa ha derramado un torrente más ebrio de sangre en las gargantas que aquella noche impura en que el redoble de los tambores hizo tronar la inmensa bóveda de Montmartre hasta hacer tambalear sus cimientos. Sobre el tableau toda una orden súcuba de Mariannes apenas enfundadas en banderas de la República cantaban a coro jaleadas por los hondos cantaores de la madrugada y el brillo dorado de los trombones americanos que recientemente habían inyectado a nuestras noches el agua densa y ponzoñosa del Mississipi. Cambiando su acostumbrado sombrero cordobés por el gorro frigio, de Saintes hizo un brindis por la victoria de Francia. Como súbdito extranjero, viejo y lisiado, él no podía acompañarnos al frente, pero habríamos de sentir su presencia, sus alas baudelerianas de albatros protector. Recuerdo que pensé con alivio que, con un poco de suerte, no lo volvería a ver.

En este punto me falla la memoria, recuerdo nuevamente el estremecedor redoble de los tambores y los rostros difusos de Amparo y Ondine, de quienes llegué a despedirme apropiadamente, pero poco más. Acaso la vaga imagen de una guillotina de attrezzo -¿o era quizá verdadera?- y siempre un coro pertinaz que reclamaba con creciente entusiasmo la sangre del káiser Guillermo si no cualquier sangre.


Por fin era libre, libre para marchar al frente, pero yo no compartía (no podía compartir) el júbilo de mis camaradas. En las almas de los condenados no existe la alegría, ni tampoco la tristeza, solo el tedio, un tedio indefinible y agotador. Me enviaron al Marne. En mi petate llevaba únicamente, además del equipaje reglamentario, un ejemplar mustio de “Las flores del mal”. 

Y yo solo anhelaba morir.



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