lunes, 22 de junio de 2015

El terremoto de Lisboa (VI)

CAP. VI
http://lacolumnatoscana.blogspot.com.es/2015/06/el-terremoto-de-lisboa-v.html

CAP. IV
http://lacolumnatoscana.blogspot.com.es/2015/06/el-terremoto-de-lisboa-iv.html

CAP. III
http://lacolumnatoscana.blogspot.com.es/2015/05/el-terremoto-de-lisboa-iii.html

CAP. II
http://lacolumnatoscana.blogspot.com.es/2015/03/el-terremoto-de-lisboa-ii.html

CAP.I
http://lacolumnatoscana.blogspot.com.es/2015/03/el-terremoto-de-lisboa-i.html

Al cabo de una legua y poco más de una hora de camino por breñas y coscojares era completa la claridad del cielo, aunque el sol parecía mustio, velado por los cirros del otoño. Atrás habían dejado pasadizos de sauces y helechales en los pasos más angostos de los caños -siempre evitando el campo abierto- y cotos espesos de sabinas y alcornoques de cuya umbría y verdura hubiera podido apropiarse el Vizconde de Chateaubriand al colorear su Atalá cincuenta años más tarde. Llegaban ahora al Charco de la Boca como los expulsados del Paraíso, más allá de esta laguna solo había dos recorridos posibles hasta la playa, el intrincado y fangoso laberinto de los humedales o los calveros de dunas coronados de pinos. La llanura era infinita como el mar que anhelaban, a partir de aquí las monturas estarían más expuestas a indeseados avistamientos. Ahora no había vuelta atrás, ellos lo sabían y, movidos por una extraña punzada, mezcla de presentimiento y melancolía, unieron sus manos antes de proseguir y miraron en silencio la aldea desde detrás de los matorrales.
Algunas vacas famélicas ramoneaban entre los juncos y los carrizos de esta parte, algo más lejos, en la otra orilla, sobre la lámina de agua, verde y bruñida, espejeaban las humildes sombras de las chozas y las toscas empalizadas que guardaban a las yegüas que se contaban por cientos. Abrevaban en la Boca, pero hubiérase dicho que emergían de ella, elásticas y doradas, como animales mitológicos, dueñas de un secreto arcano e inexpresable, pero compartido por todos los habitantes -humanos, aves o fieras- de aquellas marcas pretéritas donde una vez creció el Jardín de las Hespérides.
-Déjame ir.
-No María, hoy hay Misa, el Capellán puede verte.
-No se ve a nadie, acerquémonos- dijo mientras besaba la medalla que se había sacado del pecho.
-No puede ser, María-. Y ambos se santiguaron al tiempo que fijaban sus ojos humedecidos en la ermita que, como un barco de ladrillo y azulejos, levantaba al cielo la vela de su espadaña y abrazaba como una madre los techos de ramas de los ranchos y el horizonte al que decían adiós para siempre.
Entonces sonó un campanazo seco, como el inmenso golpe de un martillo. Primero cedieron los arcos del campanario. Luego, entre una nube creciente de polvo, se derrumbó la techumbre del edificio y con ella los muros. Las mulas se encabritaron. Durante un instante eterno, un rugido subterráneo, igual que una serpiente ondulante levantó a los árboles y enturbió las aguas de la charca de donde las bestias salían, despavoridas y al galope, hundiéndose unas a otras en su ímpetu, ahogándose en la pugna por escapar del fango. No había rastro de las chozas, solo restos de troncos desmadejados. Amortiguados por el aire desde la aldea llegaban alaridos. El paso había quedado cortado por el agua que afloraba del suelo y no podían cruzar el vado para prestar ayuda. Arrastrados por la huida de los caballos galoparon también en dirección a las playas, muertos de miedo.




Ermita Primitiva


Ermita Primitiva en el antiguo simpecado de Villamanrique 

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