CAP. V
CAP. IV
CAP. III
CAP. II
El viento y la arena
golpeaban sus rostros en fuga raudal
de cabo a fin. El panorama oscilante de praderas y dunas, de corrales y sotos,
de lucios y caños abrasados o henchidos, el eterno mudar de los paisajes del
Coto, idéntico siempre en su perpetuo cambio, habíase visto apremiado por el
temblor de la tierra y ahora, adonde quiera que miraran, crecía un nuevo mundo
que tras el terror inicial parecía más libre. Bramaban los venados. Las
bandadas de garzas y flamencos, unidas a la súbita estampida de todo lo creado,
cubrían el cielo con sus vuelos erráticos. El camino a la playa, sometido al zarandeo
implacable del planeta, a trechos no era más que una raya partida de la que
emergía un fango negro y sulfuroso en cuyas arenas movedizas sucumbían los gamos
y algún que otro lince por añadidura; a trechos un arenal imposible y montañoso que las mulas sobre las que
cabalgaban apenas lograban evadir con más fortuna que instinto.
Árboles partidos,
troncos sepultados, escombros de alguna choza y vestigios ya remotos de la
antigua llanura aún guiaban su vuelo de enamorados huidizos hacia la seguridad
de los mares donde aguardaría la barca roja y verde, la de las letras azules y
redondas que dicen el nombre de María Niña.
Exhaustas las monturas
alcanzaron por fin a divisar el barranco de arena compacta, salpicada de cardos
y matojos, que precedía al océano como la vieja muralla de una Atlántida
hundida.
-¿Y la torre? ¿Dónde
está la torre?-se decía Rodrigo.
Aquella almenara,
atalaya de berberiscos y atunes, que en tiempos no lejanos había conocido junto
a ella una almadraba y una factoría de salazones y donde aún se apiñaban los
pescadores para pasar las noches de naipe y luna llena, se había volatilizado, quizá
como el campanario de la ermita, si acaso no habían errado las mulas la ruta archisabida.
Llegados al farallón
de arenisca se dilucidó sin más el misterio, la tierra se había abierto y la
torre había basculado. Vuelta al mundo, hundía ahora su cima en la arena
profunda y daba al sol sus cimientos anchos y redondos, como la grupa de un
caballo. No había rastro de torreros ni pescadores, que habrían huido
despavoridos Dios sabe dónde. Mar adentro quizá, pues más allá del horizonte
las aguas se habían retirado al infinito y tras una superficie lisa y pulida
aparecían ante sus ojos alucinados los fondos marinos sembrados de pecios
ancestrales, blancos como huesos, y de bancos de peces que latían aún, haciendo
vibrar la limpia plata de sus escamas bajo la luz inocente de la mañana.
Rodrigo y María lograron dar con la barca y aun la
empujaron con muchísimo esfuerzo hacia el borde navegable del océano, rumbo a
Sanlúcar. Pero ¿cómo llegó la ola? Primero fue un rugido, luego un golpe de
viento, un huracán indeciso. Luego ya la montaña blanca de espuma, la alta
cordillera desplomada, los ciervos arrastrados. La ola. La ola creciente remontándose
más allá de los muros de la arena, anegando la tierra, subiendo por el río, arrastrando
pantalanes, quebrando jarcias y cables, haciendo entrechocar los cascos de las naves del
Puerto de Sevilla, donde los Duques, que han visto mecerse a la Giralda como un
junco y retumbar la catedral como un dragón, asisten ahora bajo el sol al oficio
divino del día de Todos los Santos en una plaza que cambiará su nombre por la del Triunfo, mientras yo,
desde mi hotel para veraneantes en Matalascañas, perfectamente acodado en la terraza de una
quinta planta con una taza de café en la mano, contemplo el mar esta mañana, las
densas masas que pugnan, la marejada fugaz aplastadora de sueños que golpea una
torre hundida en la arena mientras una barca pintada de rojo y verde, con
letras azules y redondas, se aleja hacia el poniente a la deriva.
Torre de la Higuera, Matalascañas |
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