domingo, 27 de septiembre de 2015

Ínclitas razas ubérrimas (II)

Capítulo I: aquí.

Aunque los periódicos de Madrid decían que Sevilla, a diferencia de Barcelona, había acogido su muestra con cierta indiferencia, lo cierto es que desde que pisé la ciudad percibí una intensa agitación, quizá motivada por lo principal de la fecha, la más importante desde la inauguración. Los reyes finalmente no vendrían esta vez pero estaba confirmada la presencia de Primo de Rivera y de varios ministros, embajadores y cónsules de las repúblicas americanas que tenían que atender un apretado programa de recepciones, almuerzos y cenas de gala. Ya en la estación reinaba una confusión absoluta pues las distintas delegaciones no conseguían ponerse de acuerdo ni en los hoteles asignados ni en los medios de transporte adecuados para dirigirse a ellos. Una legión de periodistas ingleses, invitados del Patronato Nacional de Turismo, no contribuía precisamente a simplificar las gestiones y en vista de la espera larguísima que me aguardaba y como apenas disponía de presupuesto para pasar dos noches en Sevilla, saqué de la maleta, que consigné como pude, la guía oficial de la exposición y me aventuré en el laberinto de callejuelas que se abría casi al pie de las vías del tren, rumbo a la ciudad de los prodigios mientras dejaba atrás una turbamulta tropical de acentos peruanos, colombianos, guatemaltecos… que solo se había interrumpido ante el paso solemne y admirado del otro militar famoso anunciado para los fastos: acompañado de una joven alta, morena, misteriosa, de rotunda nacionalidad difusa, el General Millán-Astray, manco y tuerto, atravesaba el vestíbulo como un príncipe seguido de una pareja de bereberes que portaban sus valijas.
 -Bueno, pues ya estamos todos- me dije en tanto me perdía en busca de la primera taberna donde repostar después del largo viaje.
Pero volvamos al teatro: yo atribuyo al embrujo de la manzanilla no recordar o recordar apenas cómo llegue a estar sentado allí, en las primeras filas, bajo la inmensa araña de cristal que propagaba a través del terciopelo rojo y los bruñidos medallones de cerámicas una luz hipnótica y voltaica. Supongo que alguno de mis enlaces literarios me facilitó los billetes para una función tan señalada, pero no desaproveché la ocasión de abrazar a los maestros Joaquín y Serafín, aunque no me gustara su teatro complaciente y burgués. Los ilustres académicos, un tanto abrumados por mi efusividad, lograron esquivar mi compañía con unas simpáticas palmadas en mi espalda. Luego ya no hay más lagunas en mi memoria: aunque algo adormecido, me recuerdo esperando a que se alzara el telón…

CONTINUARÁ...



Tango: Albéniz

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