Excavada la tumba de Jesús de Nazareth y anunciadas al mundo las últimas e irrefutables verdades científicas, el equipo de arquélogos regresaba al aeropuerto internacional por las calles angostas de la Ciudad Vieja. Mientras el taxi daba tumbos por las últimas estribaciones de la Vía Dolorosa, como un viejo camello renqueante, entre chanzas y veras los jóvenes investigadores se jactaban de haber librado a la humanidad de la más pertinaz de sus supersticiones. Ante sí y a lo lejos apareció un instante el Monte de los Olivos, pero ellos apenas se percataron, atentos a su gloria en las pantallas que hasta el último confín del mundo repetían sus descubrimientos. El coche se anudaba como una soga a cada esquina hasta que por fin pudo liberarse de aquel estrecho dédalo de muros y mercados. Enfilaban ahora la autovía y en breves minutos llegarían a su parada. Pagaron con un billete de cien shekels, pero algo bloqueó las puertas cuando se disponían a salir, mientras la directora de la expedición recogía el cambio. La mano huesuda del conductor, cuyo rostro permanecía oculto, y del que apenas distinguían en los reflejos del retrovisor una barba venerable, un turbante ceñido por un broche de oro y un pectoral anacrónico, fue dejando caer lentamente, una por una y mientras las contaba, hasta treinta monedas de plata, como aquellas que habían encontrado en el sepulcro.
PS: Si hubieres llegado aquí, caro lector, acaso supongas, no erradamente, que esto es un intento, ¿fallido? de dar otra vuelta de tuerca y ultratumba, a las tres versiones del Judas borgiano.
PS: Si hubieres llegado aquí, caro lector, acaso supongas, no erradamente, que esto es un intento, ¿fallido? de dar otra vuelta de tuerca y ultratumba, a las tres versiones del Judas borgiano.
Gustavo Doré, "El valle de los huesos secos", Ezequiel, 37. |
"Encantamientos del Viernes Santo", Parsifal, R. Wagner
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