viernes, 24 de abril de 2020

Diario del Año de la Peste XLII ("Así murió de covidia el Marqués de Caños - I")

Hombre provecto y taimado, Jacinto Bandera, quincuagésimo Marqués de Caños y tres veces Grande de España, mandó aparejar su palacio en las marismas en cuanto tuvo noticias de que la covidia había llegado a Sevilla.

Retiró en seguida sus depósitos del banco, despidió a la servidumbre, cerró a cal y canto  su mansión en el barrio de la Feria y con su criado más fiel, que hacía las veces de chófer, cocinero y tal vez algo más -según las malas lenguas del mercado de Omnium Sanctórum -huyó de la ciudad hacia los confines del coto de Doñana, sin despedirse del vecindario ni enviar un whatsapp.

Todavía en la memoria de su estirpe quedaba el recuerdo de la peste de 1649 que había dado al traste con casi dos siglos de esplendor familiar. Heredera directa de los beneficiados en el repartimiento de Fernando III el Santo, tras la conquista de la ciudad en el siglo XIII, la fortuna solariega de los Bandera había alcanzado su apogeo en el comercio con las Indias, al ostentar su escudo diversos monopolios y privilegios reales.

Tras aquel año aciago, que segó de raíz las ramas principales de la familia y diezmó a sus cientos de apareceros, además de interrumpir para siempre el tráfico con América, con la pérdida consiguiente de todas las prebendas de la corona, la casa de los  Bandera había entrado en declive, lo mismo que el imperio.

Un orgullo atávico había sin embargo sostenido a los herederos a través de los siglos quienes, aunque empleados en los oficios menos nobles que imaginarse pueda, no habían dejado nunca de habitar la "casa desolada" de la calle Feria de las que Jacinto, dedicado a los negocios de las antigüedades, era el último inquilino y su postrera luz, pues su gran refinamiento artístico y personal habían traído una última pátina de brillo a aquellas casapuertas y compases barrocos.

Esa vieja nobleza le hizo arquear sus cejas de córvido avisado cuando los periódicos trajeron las noticias de Wuhan, -ciudad del dolor-, mientras apuraba el té en su ancho sillón Luis XVI. No tuvo que esperar a las órdenes de la autoridad. A él no le iba a suceder lo que al Quinto Marqués de Caños, que cayó fulminado en la calle entre fiebres y vómitos a la salida de Misa y fue enterrado sobre la marcha, sin ni siquiera un responso, en el carnero de El Salvador, bajo sucias paletadas de cal y la burla despiadada de sus regocijados deudores.

-¡Nos vamos al campo!

Su plan era perfecto: aislado con su mayordomo, confinados ambos entre encinas, jaguarzos y lentiscos, en el viejo cazadero real junto a las últimas estribaciones del Guadalquivir donde abrevaban los ciervos y los flamencos rojos revolvían los juncales en busca de mariscos; nada más tenían que esperar a que amainase la pandemia. 

No dejó nada al azar: acondicionó una de las viejas alacenas como cámara frigorífica e hizo expedir a las marismas tres furgonetas henchidas de Mercadona con víveres para tres meses.  

Estos fueron los últimos pedidos que se sirvieron a domicilio en la ciudad.

(Continuará...)



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