domingo, 26 de abril de 2020

Diario del año de la Peste XLIII ("La feria confinada")

Dejemos en suspenso un punto la historia de Jacinto Bandera, marqués de Caños, mientras contempla, ufano en su retiro, el horizonte inmenso de Doñana desde la galería de arcos porticados de su palacio campestre.

Hoy era la feria.

Algunos vecinos de balcón o caseta han querido festejarla y a las doce en punto de la noche han apagado y encendido luces a modo de alumbrao y han bailado sevillanas. No está la cosa para jolgorios, pero yo los comprendo. Hemos dejado que las niñas se sumaran moderadamente a esa celebración porque ella no tienen aún edad como para cargar en su conciencia tanto luto. Mañana deberían estar en la calle del infierno, felices y olvidadas de este tártaro en que se han convertido nuestras vidas clausuradas.

No sabemos cuántos días nos quedarán en el convento. Mañana por fin podremos salir a dar un paseo y el dos de mayo -fecha heroica por antonomasia- hasta podremos montar en bicicleta, aunque nunca lo hayamos hecho. 

Dice el presidente que no habrá normalidad en tanto no exista vacuna o tratamiento, con la misma ligereza que decía que de esta saldríamos en V. 

V de vacuna.

Entiende uno que tras los graves errores en los que se ha incurrido anden ahora con cautela, pero los efectos de un exceso de prudencia pueden ser catastróficos. Todo el optimismo con el que se ocultaba (y se oculta) el drama de más de doscientos muertos diarios, lo han transformado en pesimismo a la hora de abordar la recuperación económica, como quien pusiera parches a una herida de la que se pudiera sacar ventaja.

De todo se sale, hasta del confinamiento y más rápido de lo que se piensa. De donde no se sale es del miedo, hay que inutilizar a sus administradores.

Hablábamos de la feria. 

Como decíamos el otro día la tristeza no es lo contrario de la alegría porque ambas conviven diariamente en el corazón humano, por más que pese la amargura siempre hay en cada día, en cada instante, un motivo para la celebración. 

Y esto es la feria, pura celebración, antídoto del espanto.

Nunca he sido muy feriante, hasta hace poco pisaba el Real lo justo para recuperar los niveles recomendados de albero en sangre y de algodón de azúcar. Una vuelta en la noria, los dardos en la tómbola, dos sevillanas mal bailadas en una caseta municipal, unas raciones de adobo y una botella de manzanilla por añadidura consumían las tres partes de mi hacienda.

En los últimos años he descubierto una feria más bella, más íntima, más honda. No se trata del color, que ya admirábamos, ni solo de la luz que cae en el Real como un barniz del cielo. Seguro que tiene que ver con la alegría de las niñas, que disfrutan mucho, pero también con la edad. Las melancolías de los cuarenta años -de la cuarentena- inspiran una no conocida benevolencia con la alegría que fluye entre las casetas como un río. Que la gente se divierta en un festival de primavera, bajo farolillos asiáticos, como en un cuadro chino o japonés de hace mil años, solo puede traer paz al espíritu. 

Que ya vendrá luego la covidia a derrumbarla.

Para mí la feria eran los toros, y la Maestranza, mi caseta de la feria.

Antes me parecía, que la feria era puro confinamiento social: encerrado en la caseta, si la tienes; encerrado en círculos -si los tienes- donde la distancia social puede ser tan estrecha o tan distante que provoca aprensión; encerrado en la calle del infierno o en el cangilón más alto de la noria; encerrado en la cola infinita de los transportes públicos, nunca está claro -como en el desconfinamiento- cuál es la dosis de feria terapéutica para no quedarse corto o pasarse de largo.

Quienes, de manera natural, hallan ese punto, no ese puntito, han alcanzado la más pura y desconocida virtud hispalense, la que fue aprendida directamente de griegos y romanos: la elegancia, quiero decir, la moderación


La imagen puede contener: flor, planta, árbol, cielo, exterior y naturaleza
La feria en el jardín, como en un cuadro de José García Ramos




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