domingo, 26 de abril de 2020

Diario del Año de la Peste XLIV ("Conservadores")

La humanidad necesitaba de una gran prueba. A lo largo de la última década he basculado alternativamente entre la consideración objetiva de que vivimos en el mejor de los mundos posibles (solo hay que contrastar las tasas de analfabetismo y esperanza de vida con cualquier registro anterior) y la certeza de que nos estamos precipitando hacia al abismo más ensordecedor.

A menudo he comparado esta época con el apogeo -que dio inicio a su declive- del Imperio Romano: cuando una sociedad satisface todas sus necesidades materiales, colapsa. 

Colapsó la Europa de las dos guerras mundiales -del sacrificio de nuestros mayores surgió el mundo que hemos conocido, con esa herida al costado que es África- y la fragilidad de nuestra civilización se ha manifestado ahora con clarividencia, como ya lo hiciera, con  menor intensidad, ante las amenazas del terrorismo islamista, el huracán Katrina, el tsunami del Índico o el de Haití, el temblor radioactivo de Fukushima...

En general en esto hay coincidencia, los profetas del ecologismo alzan la voz por la destrucción del planeta y los profetas del espíritu por la ausencia de valores trascendentales. 

Mientras, un modelo de crecimiento insaciable depreda las almas y los recursos de la humanidad ampliando las injusticias, aunque aparentemente erradique la pobreza material.

Puede decirse que el mundo está mejor que nunca, pero que -en relación a cómo debería o podría estar- no se puede estar peor. Arrastrados por mil enfermedades materialistas, del narcisismo cegador al egoísmo radical, es natural pensar que nuestros pasos nos conducen a la destrucción, ya sea por el camino de Sodoma, ya sea por el de Gomorra.

Soy escéptico, como nuestra era, respecto al futuro, pero estoy convencido de que sin esta prueba que ha sido la irrupción del virus no hubiera habido ninguna esperanza en un mundo que inició la década presente preguntándose por la inmortalidad física...

La pandemia ha puesto a cada quien en su lugar, en la memoria de la especie queda, como los anticuerpos -aunque sea por breve tiempo- quién estuvo a la altura y quién no.

Ayer me encontraba por azar con una cita de aquel gran conservador que fue Sir Roger Scruton:

"El conservadurismo parte de un sentimiento que toda persona madura puede compartir sin dificultad: el sentimiento de que las cosas buenas se destruyen fácilmente, pero no se crean fácilmente".

Ahora que se ha diluido todo lo que era sólido, y plenamente consciente de que la humanidad ha avanzado siempre bajo los principios revolucionarios de la acción-reacción, convendría un pacto universal, monclovita o no, sobre lo que estamos obligados a preservar.

La otra alternativa, la de la extinción universal, ya la hemos probado durante cuarenta días y cuarenta noches. Hasta hoy, cuando por fin los niños han podido enarbolar el estandarte  natural de su alegría en los inmensos lugares vacíos de espíritu que habíamos cedido a la fauna salvaje y la doméstica.

 
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