miércoles, 6 de mayo de 2020

Diario del Año de la Peste LIII ("Un avión todos los días")

En la provincia de Sevilla (dos millones de habitantes) se han reportado hoy solo cuatro nuevos contagios de covidia. El dato -en una provincia tan poblada- no lo mejora ni Wuhan en día de domingo con sus mejores galas. Así, ¿quién podrá poner reparos a los adolescentes que se hacen arrumacos por las calles? 

Ante la realidad sucumbe cualquier codificación por fases, hay ya más gente fuera que dentro, poco falta ya para que se manifieste en Sevilla ese oxímoron de la distancia social que es la bulla cofradiera. 

Si esto prosigue así -y no hay ninguna razón para pensar que no, pues igual que hay siempre una segunda ola no es menos cierto que la primera se retira siempre como por ensalmo entre vítores y tedeums desde los tiempos de la peste negra- en agosto nos habremos olvidado todos de la mascarilla y del gel hidroalcóholicos.

Una vez que salgamos todos, y del todo, la vuelta atrás será muy complicada, ni Florito, el mayoral de las Ventas con toda su recua de mansos de la Sexta nos podría devolver a chiqueros. Los estudios determinarán la validez de los confinamientos universales y probablemente se desarrollen nuevas estrategias defensivas, pero era lo que teníamos. 

Seguramente son eficaces -no queda otra-, pero también desmesurados, parece una tecnología más bien desarrollada para un pueblo o una villa del medievo. 

Daniel Defoe cuenta en su novela-diario cómo en el Londres de la peste de 1664 toda la gente que pudo huyó hacia al campo como aquí lo hicimos a las playas, que son en España lo que en Inglaterra las praderas. Mientras, en la city, cuando se identificaba un caso, la casa entera era confinada, condenando a sus moradores a una muerte cierta: un guardián quedaba en la puerta día y noche y se enviaba a una enfermera -también condenada a la enfermedad por una miseria- para ayudar en nada a los moradores. 

Fue un fracaso, la gente escapaba por las casas de los vecinos, sobornaba o asesinaba -la soldadesca también había sido enviada al campo- al guardia y los infectados deambulaban por la ciudad como zombies sin tener donde caer. El procedimiento era obviamente distinto al actual, pero no dejan de inquietar estas palabras que parecen escritas para hoy:

Es cierto que el cierre de las puertas y el establecimiento de un vigilante noche y día para evitar que alguien saliera o entrara, cuando tal vez la gente sana de la familia hubiera podido salvarse separándose del enfermo, parecía muy duro y cruel, y que muchos murieron en este confinamiento miserable, lo que  -es razonable pensarlo- podría no haber sucedido si hubieran gozado de libertad, aun cuando la casa estuviera contaminada. 

Al principio la gente clamó y se agitó con referencia a este punto (...) Pero se trataba del bien público, que justifica el daño particular, y en esa época ninguna petición a los magistrados o al gobierno obtenía la menor mitigación de la pena, al menos que yo sepa. Esto llevó a la gente a inventar todo tipo de estratagema para evadirse de las casas clausuradas 

Trad.: Enrique Campbell

Como se ve la historia de la Peste ha sido siempre la lucha entre un Poder que intenta proteger, pero sobre todo protegerse, y el individuo que enfrenta a dos enemigos, al germen y al gobierno que lo convierte en reo del bien común.

Es interesante discutir esta cuestión, ¿está o puede estar verdaderamente justificado el daño particular? O, usando una fórmula muy alejada pero que viene a decir lo mismo me pregunto: ¿nos hemos confinado porque somos un Estado o somos un Estado porque nos hemos confinado?

Mañana nuestros políticos -o sea nosotros mismos, nuestras mascarillas, nuestras máscaras baratas- escenificarán un día más de pública ignominia. No puedo aceptar que llamen traidora a Inés Arrimadas que con tanto denuedo ha defendido la libertad en Cataluña. El Presidente ha planteado un chantaje inmoral a la oposición con quien debería haber acordado alternativas conciliadas y, ciertamente, es indiferente si ahora vota a favor el PP o C's, sobre todo si consideramos las votaciones previas y el hecho de que en tiempos de tribulación mejor no hacer mudanza sobre todo si la alternativa no suma. Para una imposible moción de censura también necesitarán sus votos, no la castiguéis de más.

Así pues la llaman traidora al mismo tiempo que respiran aliviados, pero -lo hemos dicho hasta la saciedad- todo pasa factura y yo creo que -aunque probablemente me equivoque- no hay razón para aumentar aún más la ansiedad de la población que tanto ha sufrido y que ya se aferra a su pequeño y disminuido comercio.

En estos días de desescalada (y no por haber visto la luz del sol que ha sido poca por causa del inabarcable teletrabajo) estoy durmiendo mejor (quiero decir, más) y comiendo mejor (quiero decir, menos). Al principio creí que era por el alivio que me producía que ya se le viera el fin a la cosa, o el haber entregado en plazo algún compromiso literario que me desazonaba, pero ahora entiendo que lo que me ha abandonado es la angustia de la muerte, la gran olvidada en esta fiesta de la democracia.

No sé la razón, si la costumbre, la desesperanza, la lejanía con la funesta realidad o la Televisión Española, pero mira uno los datos y ayer el carromato recogió 184 cadáveres. ¿Nos puede dar lo mismo? Quizá esta distancia, este anonimato, este velo de silencio sobre los nombres y apellidos de los muertos explique la ligereza con la que la gente ha vuelto a la calle: otra vez la Parca ha dejado de existir para los vivos.

Pero, como ha dicho alguien, todavía se sigue estrellando en España un avión todos los días. 

¿Pensarán en esto mañana en el Congreso de los Diputados?

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