jueves, 7 de mayo de 2020

Diario del Año de la Peste LIV ("El juego de la verdad")

El sorpasso del Reino Unido en la lúgubre contienda de las curvas -el zarpazo británico de la muerte- no puede traer alivio a nadie. Ser los terceros por la cola en Eurovisión nunca ha sido motivo de orgullo. Casi peor que haber sido alguna vez el último (¡ay, ¿quién maneja mi barca?) es estar siempre en el pelotón de los rezagados.

El desastre de las islas se veía venir, la estrategia paracientífica de apostar por la inmunidad de rebaño en el país de la oveja Dolly chocó con las sangrientas espículas del virus y cuando quisieron rectificar ya tenían al presidente entubado. Las hecatombes de los Estados Unidos y Brasil son de la misma cepa, comparten el mismo ARN, menos liberal que populista.

Si añadimos al lote la barca a la deriva de nuestra nación -todos sabemos quien la maneja- concluiremos, de forma cristalina, que el mayor o menor impacto de una pandemia o de una crisis no procede solo de la enfermedad misma, sino del modo de afrontarla por quienes gobiernan. Disculpen la obviedad, pero a la dirección de una empresa no la hacen buena el mayor o menor número de accionistas que la apoyan, sino las decisiones del consejo de administración y la cuenta de resultados.

Uno puede fantasear con los brotes verdes, pero luego llega el rebaño de la inmunidad y se come hasta el trébol de cuatro hojas sanchista. No vale consolarse aduciendo la imbatibilidad del virus, hasta la más devastadora de las desgracias naturales permiten un margen de gestión, es lo que se llama mitigar los efectos. Ese margen existe incluso cuando se incurre en errores garrafales, siempre se puede hacer algo antes de aceptar lo inevitable.

Si países con mal gobierno han fracasado en la gestión del virus y en cambio otros han conseguido aminorar su efecto, de una muy sencilla regla de tres se infiere nuestra posición en el ránking. Aceptar la realidad y dejar de distorsionarla a toda costa en la pugna incierta por conquistar el relato es el primer paso para resolver el grave problema al que nos enfrentamos.

Durante muchos años se aceptó socialmente la corrupción como un inevitable mal menor vinculado a la gestión política, se tardaron décadas en asimilar que un servidor público, por benefactor que fuese, no podía gozar de un impune derecho de pernada sobre el erario. Si miramos atrás, a los profundos años del felipismo, el pujolismo o el aznarismo hay asuntos respecto a los que ahora nos avergonzarían nuestras tragaderas: ¡ay, aquellos días gloriosos de Roldán cuando se iba a votar con una pinza en la nariz!

¿Y cómo es que la mentira hoy -por pequeña que sea- no nos produce la misma repugnancia? Yo creo que no está lejos la hora en que asumiremos, espantados, que  alguna vez aceptamos que manejaran nuestra barca gentes que, en el mejor de los casos, si no decían mentira, desde luego no decían verdad.


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