lunes, 26 de octubre de 2020

El Madrid de Trapiello, el Madrid de todos

Me está gustando muchísimo el MADRID de Andrés Trapiello. Los primeros capítulos son emocionantes. En la "malandanza" de su arranque los lectores habituales de sus diarios -que somos legión-, encontrarán aquí una “precuela” de esa obra magna que es "El Salón de los Pasos Perdidos", el capítulo cero del camino que conduce a la Ribera de Curtidores, quiero decir al Rastro.

Viví en Madrid en 1978 -allí aprendí a leer- y entre 1991 y 1999, cuando vine a estudiar telecomunicaciones. Volví después por un año, en el 2002, antes de casarme, pero esa es otra historia.

Me acogió de estudiante mi abuela, de 83 años -yo tenía dieciocho-, en su piso de Tetuán, a la misma distancia de la Castellana que de Bravo Murillo. Luego se nos unió, un año más tarde, mi hermana. Nuestra confinada vida de estudiantes fue un si es no es dickensiana y, se mire como se mire, tristísima, como la de todos que llegan a la Villa y Corte sin la poltrona mullida de un colegio mayor.

De aquellos años, conservo el arranque de un poema que nunca he querido seguir porque me resulta muy doloroso completarlo:

"¿Dónde está aquel muchacho que paseaba sus dudas
por las calles mojadas de un Madrid sin respuestas?”

Es por estas razones personales (¿puede haber otras?) que tan conmovedor me ha parecido leer la historia de los primeros días del autor en la capital, porque es la misma que la de Bécquer huyendo de Sevilla hace más de siglo y medio, o la mía propia -la de cualquiera- marchándome de Cáceres hace casi treinta años.

Esas "Grandes Esperanzas" (otra vez Dickens), que se desvanecen nada más pisar las calles destartaladas del inmenso pueblo manchego que era, y sigue siendo todavía, la capital y donde uno se siente a la vez infinitamente solo y, sin embargo, infinitamente acogido.

Madrid se repite como la música de un organillo y en ella la vida de uno es la de todos. Tenemos ahora la suerte de que Andrés Trapiello nos cuente galdosianamente la suya, como en aquellas inmensas tramoyas que desplegaba Don Benito en Fortunata y Jacinta haciendo revivir calles y plazas, hombres y mujeres.

Yo no creo que haya otra ciudad en el mundo que abrace con más verdad a un extranjero -verdad desolada, pero honesta- que Madrid. Así viene siendo desde hace siglos, desde su refundación por Felipe II que la convirtió en el "rompeolas de todas las Españas".  Madrid imprime carácter, quien ha sido madrileño lo es ya para siempre, y para ser madrileño, a diferencia de otras ciudades y como nadie ignora, basta solo con vivir o haber vivido en Madrid.

Acabé la carrera en el año 99, el amor y la buenaventura me llevaron de vuelta al Sur donde nací y, aunque no cambiaría por nada Sevilla, “la de los lentos atardeceres”, nunca he dejado de sentirme madrileño.

Siempre me ha parecido que para ser un español completo (sea esto lo que signifique) es necesario haber vivido en Madrid. No, no se trata de esa "estúpida necesidad madrileña" que reprochaba Juan Ramón a la literatura española, no se trata de elogiar la excesiva fuerza centrípeta de la capital, inevitable acaso en un país de recursos escasos y gentes -a pesar de don Quijote y de Cortés- poco dada a la aventura. Hay un cuento de Hemingway que transcurre en la Gran Vía que se llamaba "El centro del mundo". "La Gran Vía es Nueva York" llegó a decir Ilya Erhenburg. A esto me refiero.

Pienso que la mejor crítica que se puede hacer de este libro, que me parece que marcará un antes y un después en la bibliografía sobre Madrid y en la propia de Trapiello, es la más sencilla: no quiero que se me acabe.

Porque Madrid, como París, como este libro de Andrés Trapiello, no se acaba, no se acabará nunca.

Hasta el coronavirus comparece en el libro: como el  2 de mayo, el 14 de abril o el 18 de julio, como el 11 de marzo, fechas de todos y para todos, pero fechas de Madrid.

Bellísimamente editado y mimado hasta el extremo, con esa marca de la casa que es el trabajo gustoso en la que se ha empleado a fondo junto al tipógrafo Alfonso Menéndez, no se cansa uno nunca de hojear estas páginas en las que, me parece, alcance su autor la cumbre como escritor. Esto no es una guía de la ciudad, quien lo toca está abrazando a un hombre.

Releo estas notas y lamento haber hablado demasiado de mí mismo y no del libro, pero como venimos repitiendo es lo que tienen las grandes obras, que hablan de uno y lo interpelan a uno. Ese “uno” magistral de los diarios de Trapiello, ese cualquiera universal de sus “Xs”.

En una ocasión pude intercambiar unas palabras con el autor de este “Madrid “ y recuerdo que me encantaron (en términos orientales) su cercanía y sencillez. De forma no poco afectada le dije que él, Andrés Trapiello, era el escritor  de quien más páginas había leído, después de Tolstoi y Thomas Mann. Como se ve hay ahí una importante pose de presunción juvenil, pues ni yo había leído tanto del ruso (o del alemán) y ni el alemán -y ni siquiera el ruso- (“Guerra y paz” incluidos) habían escrito tantas páginas como las que yo he devorado de nuestro autor.

Gracias por tanto, Andrés, y de Madrid al cielo.




PS: Como tantas veces repite Andrés Trapiello, citando -creo- a Ramón Gaya, “todo lo sabemos entre todos”, cabe decir que todo lo escribimos entre todos, así, entre las hojas y postales de este MADRID de más de un millón de alegrías, encarto el texto inédito que da cuenta en “El lector de almanaques” (jmjurado.org) de este fervor de Madrid que esta lectura ha enardecido y que tanto debía ya a los diarios del maestro:

MADRID (by JMJ)

Como una escolopendra roja, Castellana abajo, serpea “El 27”, aire frío y transparente de Madrid, primer invierno, azul de Breda, tras la Torre Picasso dorado al fondo siempre Guadarrama. Cuadros en la ventana del autobús de mi Madrid, Colón, la Biblioteca, Cibeles, Recoletos, postalitas de sábado para un estudiante desaliñado de provincias, para el aprendiz de misántropo -troppo vero- que ronda por primera vez el Museo del Prado. Porque tú también eras de Sevilla y llevabas la Cruz cacereña de Santiago, porque a través de tus lienzos yo pasaba a las estancias del siglo XVII, te preferí antes que a ninguno. Declinaban en tus óleos los Austrias a caballo, arcabuces y mastines, mórbidas infantas, linajes sucesorios de los que nunca más se supo: frágil Margarita, muñeca de porcelana, ¡ay Baltasar Carlos cazador de la muerte! Complicadas servidumbres de la Corte. Pero yo buscaba mis Cristos de Andalucía en la dulce muerte buena de mi Cristo de Unamuno, pero yo buscaba el corazón del hombre en la mirada del bobo, pero yo buscaba lo humilde tenebrista, el cántaro imposible que rezuma en Londres el agua de Sevilla como fuente de barro, la cebolla morada, el almirez del pobre. Diego de Silva y Velázquez por ti hemos creído, hemos visto la atmósfera, la luz, el movimiento, con los ojos del alma como en los libros de Cervantes.

El estudiante sale borracho del Museo del Prado, Triunfo de Baco Castellana arriba, en su casa le espera, toda bondad, una anciana friendo huevos con su cazuela y su anafre.

Troppo vero.





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