domingo, 17 de enero de 2021

La cepa y el cepo

Quienes ostentan el poder que les hemos conferido de lo bajo deberían fortalecer la esperanza de los ciudadanos. Sin esperanza es imposible derrotar una crisis. Churchill prometió en el inicio de la Guerra, "sangre, sudor y lágrimas" (1940) , pero fue capaz de sostener la esperanza del mundo libre y anunciar en fecha tan temprana como 1942 "el final del principio". Nuestros actuales gobernantes, todos y de todo signo, obstinados en que se les reconozca su lucha frente a la  pandemia alternan, semana a a semana, discursos buenistas o desesperados para justificar unas medidas cuya efectividad real, si fueran honestos, deberían reconocer que ignoran.

Cuando Juanma Moreno anuncia las restricciones parece el Hermano Mayor de una cofradía en día de lluvia. Tanto para el "creemos que poder hacer la estación de penitencia" como para el "debemos ser responsables y proteger los enseres de la hermandad". Si, como afirma, los contagios son explosivos y se deben a la cepa británica -lo primero es probable, lo segundo no hay ciencia en España que lo demuestre- debería dimitir, porque este conocimiento ya lo tenía antes de las navidades. 

Seamos honestos y no nos engañemos, España tuvo las navidades que necesitaba y las que un país azotado por la tragedia y la miseria se merecía: sobre la salud del cuerpo está primero la salud del alma, la esperanza. 

Quieren -pero no lo quieren de verdad, sino que lo quiera PSNCHZ al que en su día culparon de haberlo hecho- que nos apliquen un confinamiento agresivo cuando aún no está demostrada la efectividad del primero (claro, si me quedo en casa no tendré accidentes de tráfico, hasta ahí llegamos todos, pero, ¿más?).

¿Se acuerdan de aquella norma absurda que impedía quedarse sentado leyendo, andar sí, pero sentados no, bañarse en el mar o caminar más allá de un quilómetro de casa? 

¿Es esto lo que quieren reeditar?

En julio no había apenas gente en los comercios, en agosto, tampoco, la gente empezó a animarse y a sentirse segura, la llamada de la vida, cuando se verificó que gracias al titánico esfuerzo de los claustros escolares reconvertidos en centros de salud, los colegios no eran un foco de infección.

Pero además se ha insistido MUY POCO en una cosa de la que el curso escolar es demostración empírica: que si se utiliza la mascarilla de forma adecuada -¿dónde está la gripe?- el avance del virus se mitiga.

Sin embargo no insisten en ello: nadie quiere atreverse a dar la seguridad -la esperanza- al ciudadano de la efectividad de la mascarilla (que no es menor que la del universal preservativo). Conviene, supongo, que siga existiendo el miedo.

El miedo a la cepa, hoy británica, mañana brasileña, porque sobre el río revuelto de la opinión pública es más fácil sostener un caladero de votos si uno parece que hace algo, pero dictar normas no es hacer nada.

La gente está en la calle porque no percibe el miedo y no lo percibe porque no se amontonan los cadáveres en la calle, ni siquiera bajo la nieve o -y aquí queríamos llegar- en las pantallas de los televisores.

No se atreven, pero si nos mostraran la realidad de los hospitales, los nombres de las víctimas, los síntomas de los afectados, la juventud de algunos fallecidos no sería necesario insistir en lo obvio. Contrariamente a lo que se piensa esto no sería desesperanzador, porque la realidad hay que saber enfrentarla, sino que nos permitiría concentrarnos, sin más narcóticos, en la vacunación.

Que exista vacuna y muera gente roza lo criminal y esto es lo que los que mandan no han sabido hacer mientras discutían sobre el carnet de vacunación para ir o no al fútbol.

Esperan que la realidad les sonría -¿por qué habría de jugar a su favor?- y apuntarse el tanto de cualquier mejora futura y cargar toda la responsabilidad en los ciudadanos.

Nada más absurdo que la continua apelación a que se cumplan las normas, es otra vez el buenismo cínico que ignora la naturaleza humana: es como decirle al ladrón que no robe o al asesino que no mate. Es un esfuerzo vacuo. Lo que vale es impedir el crimen.

El virus, como todas las enfermedades, ha tomado la ruta del vicio y lo que hay que hacer es explicarlo a la gente para que se prevenga -todavía hay quienes piensan que el virus se contrae espontáneamente desde el cielo como un castigo divino-, impedirlo donde sea ilegal y alejarlo donde se pueda. Pero aquí entre otras medidas estrellas nos encontramos con que lo que se hace es cerrar la restauración a las 18.00h para que los delincuentes hagan la timba en casa.

Siempre creí en la bondad de un Estado pequeño y poderoso, lo suficientemente grande como para asegurar una sanidad, una educación y una defensa pública, y lo suficientemente poderoso como para no caer en manos de embaucadores y politicastros que se llenan la boca con discursos vacíos sobre cuestiones que ignoran, como ignoramos todos.

Pero me veo en la obligación de darles la razón a mis amigos anarcoliberales, el Estado se suponía que estaba para resolver la nieve y la pandemia. 

Y ha fracasado. 

Tanto en las manos de la derecha liberal como en las de la izquierda socialista.

Y el primer fracaso es el del lenguaje de la desesperación: antes de amenazar con cepas, hagan algo y dejen de hablar, pónganse un cepo.




 
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