jueves, 7 de enero de 2021

La horda capitolina

 

La alfabetización de las masas a principios del siglo XX no las inmunizó contra la demagogia de la propaganda, sobre esa ola se alzaron el comunismo y el fascismo.

Faltaba la cultura y, con más prensa, hubo más barbarie.
La alfabetización tecnológica de principios del siglo XXI, -internet, smartphones, redes sociales- menos acompañada aún de la cultura, que concede la facultad de discernir el mal del bien, ha hecho rehén de las fakes news o del pensamiento dominante a buena parte de la humanidad.
Así, con más información, hay más ignorancia y menos pensamiento, más consignas y más resortes: menos libertad individual.
La cultura, la sabiduría, no es una acumulación de erudiciones -he conocido en pueblos remotos sin biblioteca a los hombres más sabios- sino la construcción mental de una escala de valores y emociones que nos ayuda a juzgar los hechos del mundo y de la vida ordinaria de manera ecuánime: está hecha de lecturas y de música, de ejemplos familiares, de la experiencia social y moral.
Pero esa vertebración social sobre valores comunes y compartidos cuyos referentes todavía yo encontré en la Iglesia, la Universidad, la Escuela, la Nación, la Ciencia... ha sido laminada.
La referencia moral es ahora Instagram, el pensamiento, Twitter, la ejemplaridad familiar, Facebook.
No es de extrañar que en este marasmo de confusiones surjan los ministerios de la verdad, los populismos, los mesías y los salvapatrias.
Urge, siempre ha urgido, la regeneración moral, pero, ¿cómo llegar a ella sino es mejorando cada uno de nosotros, uno por uno, resistiéndose a descender al lodazal donde nos arrastra todo el fango público, el pertinaz alarido del mundo que es en el fondo un bostezo?
Porque la alternativa, y siempre ha funcionado, es hacer una pira gigantesca y echarlo todo al fuego como en "El ocaso de los dioses" wagnerianos.
Vuelve a tratarse, otra vez, solo de una cosa, de salvar el alma.



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