sábado, 20 de febrero de 2021

Los buenos escritores


El papel principal que hemos concedido al mal, la fascinación con la que opera pertinaz en las pantallas, en las series de TV por ejemplo, ha dado carta de verdad natural a la afirmación de que no existe un vínculo entre la moral y el arte.

Podría suponerse que esta distancia tiene su origen en la despersonalización eliotiana, esto es: el estudio de la obra en sí, sin las interferencias del yo biográfico. Me temo, sin embargo, que esto no es más que una excusa, tan erudita como universitaria.

El origen está, repito, en el papel preponderante que hemos concedido al mal, desde los telediarios a los ecos de sociedad.
Si, como se afirma, se puede ser malvado y hacer una obra de arte excelsa -y aquí se aducen centenares de casos que, si bien se examinan, se quedan en menos de una decena, decena que habría que examinar más despacio y determinar según qué y cómo-, el corolario está claro según la lógica imperante: el mal pasa de ser condición innecesaria, a ser condición suficiente.
Y así todo lo maldito (lo malvado, mejor) triunfa, sin que lleguemos a plantearnos verdaderamente si lo que nace del mal puede ser bueno o, si, verdaderamente, fue tan malo aquél que hizo belleza o si lo fue en el instante en que la creó.
A mí me parece evidente que la primera condición para hacer arte es la bondad y nada me sacará de este convencimiento, ni todas las excepciones que de Wagner a Cèline me quieran mostrar: ni era tan abominable don Ricardo ni era tan monstruoso aquél médico benefactor que fue Destouches.
Lo interesante en estos casos singulares es preguntarse qué carencia intelectual o afectiva puede hacer a un espíritu noble sucumbir a la debilidad del mal y haber enunciado, como hicieron ambos, consignas repugnantes sobre los judíos.
De este análisis podríamos aprender mucho, muchísimo, de nosotros mismos, porque ninguno somos químicamente puros. El mal y el bien conviven y combaten en nuestras decisiones. Lo que sí somos es libres para optar por una elección u otra. Y aquí es dónde habría qué juzgar a los "artistas canallas" de Gesualdo a Heidegger o Pound o Gil de Biedma, ¿hasta qué punto fueron libres o condicionados en su aciaga decisión? Sin que de ello se derive -esto es claro- una necesaria exculpación.
Pero es un error muy grave hacer bascular la pureza moral de un extremo a otro, como quieren los grandes movimientos represores de la modernidad, que promulgan condenas eternas que afectan a todos los (infinitos) planos de una personalidad.
Condenados por la opinión pública no existe redención posible. Los ciudadanos han de ser puros como Robespierre y dóciles como una manada de corderos con piel de lobo.
Es imposible no ver aquí, en un universo moral que no contempla ni la caída ni el arrepentimiento, otra vez la dialéctica del mal.
Pero vuelvo a lo que me importa, todos los grandes artistas son o han sido buenos, y cuando no lo eran -en general y casi sin excepción- es porque su obra, en el fondo, no era tan grande.
Tenemos en España, por ejemplo, el conflictivo caso de Quevedo que a ratos nos parece o puede parecer un malaje supremo, pero ¿fue así Quevedo? A mí me cuesta creerlo, puedo pensar que sí cuando releo sus versos satíricos, pero estoy seguro de que no si leo sus sonetos de amor o metafísicos.
De la abundancia de corazón habla la lengua dice el Evangelio, "serán ceniza más tendrá sentido".
Quizá estas sean las disquisiciones de un ingenuo y en el Parnaso habiten Emily Dickinson junto a Jack el Destripador, pero en mi experiencia diaria tengo comprobado que cuanto mejor escritor y más poeta es un escritor o poeta suele ser más bondadoso.
La prueba es muy fácil de hacer, envíen su libro a una docena de autores consagrados, verán cómo solo les responden -y lo harán siempre y con la más exquisita educación o amabilidad- los mejores, los que de verdad van a quedar, los buenos escritores.
Los escritores buenos.

IMAGEN. Goya, El Sueño de la razón produce monstruos


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