Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago...
Rodrigo Caro, "Canción a las ruinas de Itálica"
Barba de cuatro centurias, amarilla pelambre del barroco, perilla rala del tejaroz o la espadaña que el tiempo se ha olvidado de rasurar.
No.
Mejor así: el jaramago itálico como la lenta cabellera de un arrecife de coral -gran barrera de tejas y ladrillos- en el celeste océano del cielo que rompe contra las azoteas y los palomares. Pólipos de luz mecidos por la brisa de las nubes altas y henchidas como las velas de un galeón. Gavillas de sombra, ramos mudéjares sobre las torres, vegetal relojería sin tiestos ni lebrillos para cronometrar los campanarios, las centurias de cera e incensarios.
Los vencejos transitan este césped aéreo, esta alfombra de albero que despliega su pátina sobre el cenit de las callejas. Al caminar percibimos la raíz y la grieta, el humus de almagre y cal donde se aferran como viejos sargazos de melancolía.
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