jueves, 27 de mayo de 2021

Aparcabas mal


Dejabas el coche mal aparcado en el colegio. Apenas cinco minutos. Hay muchísimo espacio y la ubicación te daba la facilidad de contemplar si tu hija superaba la prueba de la fiebre que se mide día por día a la entrada.

Pero no era un estacionamiento correcto, una señal lo indicaba y hoy me lo han advertido.

No me había fijado.

Aquí es dónde quiere llegar uno, ¿por qué quiénes impugnan estas faltas, incluso cuando lo hacen, como ha sido el caso, con educación y delicadeza, se subrogan, -a lo mejor sin darse cuenta, solo para darse la fuerza suficiente para decirlo- una cierta superioridad moral?

¿Y por qué lo presentan además como un agravio histórico según el cuál hoy habrías colmado finalmente su paciencia?

"Es que está todos los días usted ahí aparcado".

Es inevitable, pues, defenderse -aunque te dé lo mismo- porque en el fondo se defiende uno de la autoridad arbitraria, del poder abstracto y omnímodo que levanta fronteras de soledad desde la infancia.

Sospecho, además, que, más que con el código de circulación, la deuda la contrajo uno con alguna manía irracional -¿por qué no me lo dijo antes y no ahora que está acabando el curso? - que es lo que a menudo perturba a los "corregidores".

Se ve que he colmado su paciencia.

Pero, ¿qué puedo decir yo ahora sino borbónicamente asegurar que "lo siento y que no volverá a suceder"?

Nada nos hace sentirnos más pequeños en la edad madura que una regañina con razón, porque nos deja inermes, sin más argumento que la cólera, que nunca lo es, y nada a lo que aferrarnos, abandonados y solos en el inmenso océano de la culpa.

Mira qué es una tontería, pero no he podido evitar que mis ojos se anegaran en lágrimas y que se me encogiera el corazón. Me parecía de repente mi pequeño dolor un emblema del sufrimiento del mundo y lo mismo que otras veces alzamos desde aquí un sí a las grandezas de la vida, hoy nos instalamos en la tristeza de vivir.

Estos pequeños odios cotidianos son como la lluvia: evaporada y recolectada de toda la ancha tierra cae luego como trombas de guerra y destrucción en algún lugar del planeta.

Pero no, nos ciega el ego y su viga en el ojo. Somos incapaces de decirnos "habrá tenido un mal día " o "quien este libre de pecado..."

No sé si mañana, además de respetar la señal, claro, alejaré mi coche del mundo, si mi iré al remoto final del descampado, es lo que, por exceso de susceptibilidad me pide mi ánimo.

No andar en comercio con el mundo.

Imponerme una pena tan didáctica como narcisista: que esa madre comprenda que nunca quise dejar el coche ahí adrede, porque nada me costaba ponerlo en el otro costado.

Me gustaría pedirle perdón y acaso esto es una forma de hacerlo, aunque sobre todo es, me temo, un solipsista enjuague de lágrimas.

Un llanto en el que se reúnen muchos llantos más y que este suceso ha hecho aflorar, entre centenares de agravios, como quien quita la piedra de un manantial.


PS: LA CONDICIÓN HUMANA...
Ya no he interferido hoy con el morro de mi coche parcialmente la salida de emergencia, pero, oh sorpresa, perfectamente estacionada, la madre que ayer me hizo el reproche se ubica -eso sí, sin rebasar el límite- donde ayer me ubicaba yo.
De donde se colige que lo que le martirizaba no era el tránsito de las criaturas, sino no poder aparcar donde le convenía...

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