viernes, 7 de enero de 2022

Un concierto auroral

Hace unos años patenté el único método homologado de conseguir una entrada para el inasequible Concierto de Año Nuevo de Viena. El procedimiento consistía en trocar con alguno de los afortunados asistentes un billete del Domingo de Resurrección en la Plaza de Toros de la Maestranza por un boleto para el Musikverein. No en vano la plaza de Sevilla es, como la sala de conciertos vienesa, depositaria histórica de la gracia y la belleza y, si bien se piensa, los pasodobles que interpreta la Banda de Tejera no son ajenos a la elegancia, cadencia y ligereza del vals, como no lo son los pasos de los toreros sobre el albero austriaco de la Escuela de Equitación(*).

Mi común escepticismo y mi denodada afición taurina me han impedido, no obstante, ponerlo en práctica. "Cualquiera se pierde a Morante" -me digo- y "cualquiera se pierde a Barenboim", se dirá mi improbable homónimo vienés a quien ahora veo -a través de la niebla de Europa- dirigirse feliz, sonriente e impecable con su chaqueta austríaca, por las calles con nieve de Viena hacia su butaca en Sala Dorada, cual pudiera dirigirme yo -chaqueta pajiza, sombrero de Panamá, nieve de azahar por las callejas- a mi juncal palco maestrante.

He de informar, sin embargo, que el procedimiento ha caducado este año nuevo antes de haber podido ser certificado y lo ha hecho de sevillanísimas y becquerianas maneras. Como en la leyenda de Maese Pérez el milagro de las polkas y los valses no ha acontecido este año en la catedral vienesa, con el rutilante maestro Barenboim al frente del sinfónico órgano de la Filarmónica, sino en el más humilde convento de Santa Inés, quiero decir el Teatro de la Maestranza, y la más modesta, pero igualmente celestial, Real Orquesta Sinfónica de Sevilla.

Al frente de esta "órgano hispalense" el polaco Sebastian Perlowski ha logrado el prodigio de que la interpretación de la sinfónica hiciera olvidar los dorados resplandores vieneses de la primera mañana de enero. No exageramos al afirmar que la orquesta sonó como si el Teatro de la Maestranza se asentara no junto al verdísimo Betis, sino frente al propio Danubio Azul.

Y lo hizo, fiel a la escuela sevillana y sus legendarios toreros artistas, con un brío y gracia propia, con un chispeante y brillante son. Si en Viena lo natural es la majestad y la lenta serenidad en la que las melodías de Strauss se adormecen, la Sinfónica de Sevilla insufló las piezas en programa, el aéreo duende solar, el oriental embrujo que hacía de las obras una sucesión de palmeras y rítmicos arabescos de luz.

Eran los valses y polkas de Johann Strauss II, pero sobre ellos Perlowski supo imprimir un nuevo acento que en lo sucesivo hará misión fallida e imposible de antemano la de intercambiar la entrada austríaca y la andaluza, pues auguramos que en los próximos años nadie se querrá perder la interpretación de este Maese Pérez polaco.

No faltó al final, no podía hacerlo, la "aplaudida" Marcha Radeztky, ¡y qué distancia hoy entre estos aplausos, firmes, decididos, entusiastas, y aquellos otros, angustiados, del balcón a las ocho sin música ni primavera!

Fue, sí, un concierto auroral para un mundo nuevo y un año nuevo que empieza con una nueva luz y un nuevo color, como la del precioso centro floral que, igual que una orla barroca, envolvió esta mágica velada inolvidable que gracias a la ROSS y a María Jesús Ruiz, su Directora de Relaciones Externas e Institucionales, pude disfrutar junto al diseñador gráfico Curro Rodríquez y el poeta Juan Lamillar -con quienes estoy teniendo el honor esta temporada de hacer los programas de mano-, para brindar por la música y la poesía, quiero decir por la vida, que a pesar de todo, una y otra vez -en Viena o en Sevilla, vuelve a renacer.

[*] Nota bene: con leves y wagnerianas variantes el procedimiento descrito es asimismo válido para acudir al festival de la Colina Sagrada en Bayreuth. Importan señalar aquí las concomitancias entre el Oro del Rhin y la Torre del ídem sevillana.






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