De niño la muerte me parecía menos remota y temible que la transformación en adulto.
Pero, ¿me he transformado ya?
Quizá era la severa admonición de mi padre, "lo mismo carneguea que borreguea",
o al cabo es que había niños que morían, muy pocos, pero sucedía, siquiera en
los libros y películas.
Pero transformarse en adulto, ¡eso sí que era terrible y
todavía lo es!
Parecía mucho más fácil soportar los tormentos de los
mártires, que a mí ya me llegaron mitigados por el aggiornamiento, que cargar
como un atlante con todas las preocupaciones de los mayores (¿cómo se pide una
hipoteca?¿cómo se contrata un seguro?).
Y heme aquí, niño e inerme todavía, adentrándome en las
primeras estribaciones si no de la vejez, sí del desamparo ante la arrolladora
apisonadora del tiempo.
El tiempo, ¡qué misterio!
Y, sin embargo, todos sentimos su continuidad implacable, como sentimos esa continuidad de conciencia que nos hace exclamar al vernos reflejados en los espejos de la memoria, pero ¿cómo ha sido? ...
Si yo era un niño
ayer...
2 comentarios:
Y pensábamos que tendríamos ya todo clarísimo. Ja.
Eso es.
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