Siempre me acerco con miedo a los mostradores,
sobre todo cuando tengo que presentar alguna
documentación. Da igual si se trata del control de
acceso a un aeropuerto o de la renovación del carné
de la biblioteca. Son como un insondable desfiladero,
un precipicio donde aguardan, agazapados, los
monstruos abisales de la burocracia, con los
oscuros ojos de las pantallas en negro y los datos
extraviados. Lo mismo me sucede al acercarme
a un puesto de seguridad o de información, sé que
lo más probable es que me detengan allí mismo y
un sudor frío me recorre la espalda. Ignoro los cargos
que me imputarán, pero la Ley ¿quién la sabe?
Para las personas asustadizas siempre hay dispuesta
una norma ignota e infringida, como una bala en la
ruleta rusa. Todavía no se ha dado el caso, pero,
como soy de natural obediente, creo que aceptaría
la condena con resignación. Por otra parte estoy
convencido de que la policía patrulla las carreteras
con el solo objeto de capturarme y no puedo abrir
una carta con membrete sin despedirme antes, por
si acaso, de mis familiares más queridos. Estoy
convencido de que este trastorno no
ha sido inducido por las lecturas de Kafka, más bien
al contrario, él es el gran héroe de nuestro tiempo, y
sus pesadillas son el único remedio conocido para
transitar los turbios laberintos de la vida moderna
con algo de aplomo, un argumento de autoridad.
Mientras escribo estas líneas algo o alguien aporrea
la puerta de mi casa. La abro. Se trata de unos hombres
uniformados que me piden que les acompañe.
No protesto. No pregunto ¿Para qué? Estoy dispuesto
a admitir mi culpabilidad sin pruebas, se trate de lo
que se trate. Sólo les pido un minuto para terminar
esta columna. Algo habré hecho mal, me digo con
desolada resignación
viernes, 15 de agosto de 2008
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