martes, 12 de agosto de 2008

El París vacío de Eugéne Atget

Con el título de “Paris” se acaba de reeditar el
volumen que Taschen dedicó a la obra del
fotógrafo francés Eugéne Atget (1857-1927),
dentro de la colección que festeja los 25 años del
sello alemán. Las fotografías recogidas trasladan
al espectador a las calles secundarias, a los
escaparates humildes, a los oficios y comercios
del París en el que todavía vivía Marcel Proust,
aunque lo que encontramos en ellas no es el mundo
suntuario de los Guermantes, ni la torre Eiffel o
los excesos de las Exposiciones Universales,
sino el spleen que había cantado Baudelaire
en sus “Petits Poémes en Prose”, el París de los
cabarets desvencijados, de los prostíbulos, los
gatos y los traperos, que latía tras los desmontes
y bulevares de Hausmann. Eugéne Atget fue el
fotógrafo anónimo de un París vacío, sabemos
muy poco de él, en su juventud quiso ser marinero,
actor y pintor, intentos en los que fracasó
sucesivamente, a partir de 1898 se dedicó sin
descanso a fotografiar el viejo París con afán
documentalista, de lo que hizo un pequeño y
rentable negocio. Pero sus fotografías, quizá por
los rudimentario de su técnica y aparejos,
producen una desasosegante sensación de
extrañamiento. Walter Benjamin dijo de él que
era el detective en el lugar del crimen, y el crimen
no es sino el aura de París, la estela de lo que
acaba de pasar: detrás de cada imagen, al cabo
de la esquina, se destila la absenta de Verlaine,
el ruiseñor roto de Oscar Wilde. Poco antes de
morir fue rescatado del olvido por la fotógrafa
americana Berenice Abbot, -quien lo retrató
y adquirió toda su obra- y por los surrealistas
que adivinaron en sus imágenes las inquietantes
soledades de Magritte o de Chirico. Aparentemente
nada de esto le interesó y parece que pidió que
borrasen su nombre de las reproducciones que
publicaron. En el retrato de Abbott se ve a un
anciano vencido que desaparece en el vapor blanco
de los nitratos. Yo quiero pensar en un hombre
triste que fracasó en el sueño de ser otros y que
se fue borrando a sí mismo, paso a paso, en cada
fotografía, hasta disolverse en nuestra mirada.
Como en un espejo.

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