jueves, 21 de agosto de 2008

Donde van los aviones

La niebla de agua dulce en la mañana recién
hecha del mundo: algodones rizados sobre la
jungla esmeralda del Yunque.

El Castillo del Morro, galeón de piedra y cielo,
a los pies de San Juan de Puerto Rico -palmeras
verdes, casas de colores- resistiendo el embate
del huracán de los siglos.

El olor a tahona y pan caliente de las calles de
Malá Strana, las flores de hielo en el parque de
Petrin, la nieve sobre el Puente, la miel dorada
de la cerveza y la espuma del Moldava.

Los castillos del Rhin y el cuerno del cazador,
la sirena en la roca, un barco que se aleja por las
olas del bosque bajo la luna de un piano romántico.

Los puentes sobre el Neva, las paredes amarillas
del Crimen y el Castigo a la luz de las noches
deslumbrantes, hermanas del hielo y de la taiga.

Las cúpulas del Kremlin al ocaso. Moscú: granito rojo
y ajedrez secreto. Liturgias sumergidas en el íntimo
lago de los cisnes.

El Gran Canal por la Academia, azul y transparente
igual que un río añil de lava, apartando barrancos
de belleza.

Cúpula de Santa María de las Flores, tejas rojas y
cenefas serpentinas, mármol y carne: la primavera
de los dioses por el Arno.

Tenerías de Marruecos, perfumes ácidos, rosas y
almizcles para la mirada azul, gastada, del desierto.

Los alucinados avisos de Time Square, su eléctrica
pesadilla, los rascacielos de plata, las columnas del
mundo.

Los ojos limpios de mi hija, echando luz al pasar
estas postales, mientras su voz diminuta de cristal
gorgotea: “má, má, má” (más, más). Sus ojos, ajenos
a la muerte, las alas del más seguro cielo, donde van
los aviones.

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