He pasado la tarde montando una mesa modelo
Snorri Sturluson y, tras mi porfía con el tornillo
Ragnarök y las tuercas de Odín, creo que podría
contratarme como carpintero en una escuadra
vikinga. Navegaría por mares congelados y
lúgubres, feliz de mi destino entre las cuadernas
de pino y las duelas de roble. Rumbo a Terranova
junto a Erik el Rojo o asolando imperios meridionales.
Yo creo que las grandes contribuciones de Suecia
al mundo moderno no son ni la dinamita ni el
premio Nobel, ni siquiera las turistas turgentes,
sino la gimnasia sueca y la internacionalización del
bricolaje. Maldiciones ambas cuya sola mención
ya produce agujetas. Todos los veranos la aurora boreal
me envía avisos azules y amarillos por el cielo, pero
qué poco valen mis propósitos firmes, otra vez
escucho el canto de las valquirias: me reclaman
los fiordos, los bosques de la taiga, los géiseres de
Islandia y hasta la Policía Montada del Canadá.
Y aunque sepa que a mis manos doloridas les acechan
sumergidos icebergs en la caja de herramientas, ¿quién
podría resistirse a los encantos del Círculo Polar? Tras
las horas perdidas entre tablas y martillos, extraigo, sin
embargo, una lección positiva -no importa que las patas
de la mesa no encajen- las miradas triunfales de mi mujer
y de mi hija, cuando muestro mi trabajo de ártico
artesano, levantan mi autoestima. Es entonces cuando
de verdad me hago el sueco y hago dejación
alevosa por unas horas de otras tareas domésticas
cotidianas: que para eso me he ganado, un año más,
mi puesto en la tripulación de Erik el Rojo y me
aguardan los mares procelosos y gélidos.
sábado, 16 de agosto de 2008
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