lunes, 25 de agosto de 2008

Sobre unos versos de Homero

La belleza de la Ilíada y de la Odisea es absoluta.
Una belleza inmutable como el mar y, como el mar,
cambiante y nueva cada nuevo sol. Todas las ideas
y el imaginario estético de occidente se apoyan en
estas columnas clásicas y en el arca hebreo de las
dos Alianzas. Hasta en los más humildes intentos
creativos o en el más sofisticado efecto especial,
alienta el eco de Homero. Lo llevamos en la sustancia
de la especie. Quien nunca haya leído a Homero
lo ha leído sin saberlo en cada paisaje festejado,
en cada sonido de la naturaleza y en cada pasión
humana que lo haya soliviantado. Y por eso la
tradición lo quiere ciego, quien tiene la totalidad
del cosmos en su canto, quien ha visto por todos
los hombres, ¿para qué querría mirar? Y sin embargo,
cuando leo a Homero lo que más me impresiona
no es la música, las orquestas atronadoras de la
Hélade, ni los fragores de la batalla, ni el violento
mar, ni el rojo cielo, ni la aurora de rosados dedos,
sino su introspección psicológica. Sólo la Biblia iguala
a la Ilíada o la Odisea en el catálogo de sentimientos
humanos. Y por esto podríamos considerar a ambas
las más antiguas novelas y las más nuevas también.
Un ejemplo: el otro día me andaba yo preguntando
cómo podría intentar hacer llegar mis versos a
quienes por razón de edad y conocimiento pudieran
estimarlos en lo que valieran, le daba vueltas al asunto
sin encontrar ninguna fórmula que no dibujase de mí
una imagen jactanciosa o demasiado humilde o, en fin,
ridícula. Pero en el Canto III de la Odisea tropecé
con estos hexámetros en los que Telémaco se dirige
a Atenea antes de solicitar al venerable Néstor noticias
de su padre Ulises,“¿Cómo habré de abordarle?
¿Cuál será mi saludo? Pues no sé de ingeniosas
razones y siempre a los mozos da vergüenzas el
venir con preguntas a un hombre provecto” ¿No es
fantástico? Mis dudas eran las de Telémaco, mis
inquietudes la mismas, iguales mi zozobras, igual
mi juventud. Y bajo el sol radiante del mediodía,
frente al mar, en la arena de la playa, Atenea, la de los
ojos zarcos, me daba su respuesta de diosa, y yo era
ya más viejo, pero también más sabio.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Amén! Como sabes tocarme la fibra sensible...

Un abrazo

Anónimo dijo...

¡Amen! Como sabes tocarme la fibra sensible...

Anónimo dijo...

Muy bueno Jurado. Este es el que más me gusta de tus blogs.

Cuándo vienes, organizamos una cena y planeamos todas esas cosas que nunca tendremos tiempo de hacer para el curso que va a empezar.

Un abrazo.

 
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