lunes, 18 de agosto de 2008

Una estatua de ayer

En Sevilla, como en tantas ciudades españolas,
están proliferando estatuas como setas, pronto
no habrá plaza o rotonda que no tenga su gnomo
de bronce, abultado y deforme, como un hongo.
Entre todas destacan, por su fealdad, las estatuas
gremiales y folclóricas que petrifican el anhelo
de inmortalidad de la cofradía o asociación vecinal
que las sufraga. Quien no haya ayudado a erigir
una estatua, no es nadie, a lo sumo un convidado
de piedra, ya lo avisaba el escultor del mausoleo
de Don Juan:

Mañana os contemplarán
los absortos sevillanos;
y al mirar de este panteón
las gigantes proporciones,
tendrán las generaciones
la nuestra en veneración.
Mas yendo y viniendo días,
se hundirán unas tras otras,
mientras en pie estaréis vosotras,
póstumas memorias mías


¡Qué nostalgia de las plazas antiguas, donde
maduraban los árboles espléndidos y sobre la
cabeza patricia de los desconocidos próceres
se cagaban las palomas jubilosas o se estrellaban
los balonazos y las risas de los niños! Eran una
metáfora visible del olvido, cenotafios de la nada
alzados por encima de nuestras preocupaciones.
Pero ahora hay que caminar con cuidado y sortear
estas modernas estatuas, descabalgadas en
ocasiones de los pedestales o camufladas en mitad
de la vía, y cuyo impacto imprevisto -ya que tienen
la mala educación de no apartarse al paso (hasta
eso llega su orgullo) nos pueden ocasionar, además
de un disgusto estético, una lesión monumental.
En Sevilla hay, sin embargo, unas estatuas
preciosas, como el monumento a Bécquer en el
parque de María Luisa, que es una delicada
alegoría del amor, una rima hecha de piedra y
bronce alrededor de un sauce centenario que,
en lugar de llorar, parece que suspira. O el
impresionante mausoleo de Joselito el Gallo en el
Cementerio de San Fernando, con toda la tragedia
del héroe joven partido por el toro, con las venas
vacías y la carne blanca de mármol y de gloria.
Y lo natural es que sea así en la ciudad que ha
hecho carne y alma de la madera, con sus cristos
portentosos, con sus vírgenes floridas.
Estas cosas pensaba yo el otro día, cuando, al
pasear por el parque, otra vez de María Luisa,
me topé, en un rincón algo destartalado un fiero
busto de bronce, flanqueado por dos sencillas
columnas toscanas: SEVILLA A DANTE. El lugar
tenía la secreta poesía de los jardines cerrados
y el adusto candor de la sinceridad.

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