Pero a mí me gusta Madrid. Yo llegué a la capital
cuando ya había declinado el aura kitsch de la movida
y empezaba el ocaso de la “Quinta del Buitre”, tras los
fastos del 92, durante la penúltima crisis económica.
Todavía la ciudad era imprescindible. Para cursar los
estudios de Ingeniería, por ejemplo. A mis amigos les
molesta mucho esto, pero yo creo que los españoles se
pueden clasificar en dos: los que han vivido en Madrid
y los que no. Porque Madrid, sin ser Nueva York o París,
aúna a su condición de megalópolis la triple categoría de
pueblo manchego, de corte borbónica y rompeolas de
todas las Españas. Madrid, a cierta edad, enseña a
elegir, como la vida, y en el laberinto de sus pasadizos
de metro vamos esbozando, estación a estación, las
líneas maestras de nuestra biografía que inevitablemente
habremos de transplantar. Quien ha sido madrileño
unos años de su vida ya lo será siempre. Ahora la ciudad
está muy diferente. Madrid, crisol de todas las Américas,
de todas las Europas, se enfrenta a un futuro
multicultural y ecléctico más complicado.
Pero a mí me gusta Madrid y quiero recordar los
crepúsculos ultraístas del Viaducto y las Vistillas, las
terrazas enrejadas del Palacio de Oriente que se asomaban
a esos bosquecillos oscuros en los que, con algo de imaginación,
podíamos divisar la casa de los padres, la carretera de
Extremadura en los domingos siempre tristes.
Quiero recordar la luz amarillenta y gaseosa, las bujías
sin potencia de la Plaza de Toros de Las Ventas, en cuyas
andanadas del 6 veíamos pasar la vida y nunca pasaba nada. Allí,
los pálidos ujieres y los castizos menestrales, con su abono
renovado del siglo XIX, discutían del tardosocialismo como lo
hubieran hecho del asesinato de Prim, como lo que eran,
personajes de Galdós.
Quiero recordar el autobús 27 desafiando, Castellana abajo,
como un monstruo antediluviano, a las interminables filas de
automóviles, dejando a izquierda y a derecha los olimpos de un
niño empollón de provincias: la Biblioteca Nacional, el Museo
de Ciencias Naturales, el Prado, la Plaza de Colón.
Y quiero recordar también el autobús F bajo el escalectric, ya
desaparecido, de Cuatro Caminos. El apretado frío con el
que subía y bajaba por los espacios oscuros de la Ciudad
Universitaria, con la angustia de los exámenes fijados y los
teoremas por demostrar, los miles de estudiantes como
termitas de fotocopias... El abono-transporte igual que un
salvoconducto para surcar el inframundo del metro
y los países luminosos del neón.
Quiero recordar la Escuela, cristal y pizarra negra,
osciloscopio y estaño, remiendos de electrónica, desde allí se
divisaban las cumbres de Guadarrama y las acristaladas
torres de Azca, sus brillos ilusorios, sus trabajos prometidos.
Y alguna mañana azul en el Retiro o en la Plaza Mayor, y las
grutas del cine en la Gran Vía, bajo el dintel espléndido de los
carteles pintados que ponían formas y colores a los sueños...
Y, porque cuidaban de mí, también quiero acordarme
de mi hermana y de mi abuela.
(En el LECTOR DE ALMANAQUES más...)
sábado, 6 de septiembre de 2008
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2 comentarios:
Bonito cierre, sencillo e inesperado. Yo siento eso a veces de que se debe vivir allí alguna vez al menos. Me da coraje o vergüenza de añoranza capitalina, pero es así. Ahora he estado leyendo complusivamente a Umbral, y se me ha quitado un poco el complejo, me hace ilusión, qué más da.
La última vez que fui a Madrid descubrí los panes del rastro, una delicia cutre.
pdta: me quedé intrigado con la identidad del poeta, que probablemente conoceré, pero que no imagino diciendo tales cosas. La realidad vuelve a superar a la ficción.
Un abrazo,
Alberto.
Bueno, Albero, leer a Umbra es, en parte, haber vivido en Madrid.
Gracias.
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