Sabemos que Héctor murió a los pies de las murallas de la ciudad sagrada de Troya; sabemos que Don Quijote recuperó el juicio en su lecho mortal y que fue, otra vez, Alonso Quijano el Bueno antes de testar; sabemos que el infame Long John Silver huyó con parte del botín de la Isla del Tesoro y que en alguna taberna extraviada del Caribe todavía el Capitán Flint repite desde su hombro: "¡Piezas de a ocho, piezas de a ocho!" Pero ¿qué sabemos de Mickey Mouse? ¿Cuál es su carácter, cuáles sus pasiones, cuál su ciclo heroico? Este misterioso ratón mefistofélico ha hecho un pacto con el diablo para disfrutar de la eterna juventud y convertirse en ser perpetuo, ignoramos sus inanes e intrascendentes aventuras, pero persiste, cual digno heredero Walt Disney, criogenizado en su ausencia de realidad. La semana pasada ha cumplido ochenta años. En una novela de Sandor Marai escrita durante los años treinta (“Divorcio en Buda”), unos niños pequeños ya jugaban con un peluche réplica de este muñeco de las orejas de oro comprado en Viena. ¿Dónde estará la vida de esos niños de entreguerras, bajo que lápida no andarán ya criando flores? Y el maldito roedor, más icono que ser, más objeto que sujeto, pervive, pero no a la manera de los héroes que al formar parte de una historia informan al niño de los ciclos humanos, sino como presencia constante, como vacío emocional. Confieso que el ratón me da grima, no puedo evitar mirarlo como a los gatos o a los escarabajos egipcios momificados, objetos replicantes, cosas que, como en los versos de Borges “durarán más allá de nuestro olvido/no sabrán nunca que nos hemos ido”. En la tradición occidental el uso de los animales como depositarios de cualidades humanas se inicia con Esopo, aunque ya a Homero se atribuía la Batracomiomaquia o “Lucha de los ratones y las ranas”, en la que seguramente hay un ilustre y primitivo antecedente del funesto bicho. Los animales, hasta la desaparición absoluta de carácter con Walt Disney, (multiplicada en pitufos, ardillas, osos, gnomos y engendros variados del bosque) forman parte de la tradición satírica de la Literatura Occidental, desde el “Coloquio de los Perros” de Cervantes hasta George Orwell y su “Rebelión en la Granja”, pero con Disney se pervierte el mecanismo con la humanización de las mascotas que magnifican la naturaleza buenista de los animales y, a la larga, incluso degradan la condición humana simplificada de esencia y sentimientos. Sucede que, en realidad, ningún niño de ahora ha visto nunca un ratón como no sea el del ordenador. En la película Inteligencia Artificial de Spielberg-Kubrik la eterna mirada de Pinocho-Niño al Hada infinita es un símbolo de esta aterradora constancia de la ausencia de alma que tienen los juguetes. La imagen más perdurable y válida del ratón Mickey es la de la película Fantasía, en la que representa el papel del Aprendiz de Brujo, sobre la música de Paul Dukas basada en un poema de Goethe, poema que no es sino una variación o canción alquimista sobre el tema de Fausto al que el alemán puso la más alta voz. Y es que Walt Disney, el gran Mefisto de la infancia, lo tenía todo muy bien calculado más allá de sus carámbanos de inmortalidad.
Puto ratón hiperactivo, me habré muerto y todavía seguirá sonriendo, con sus guantes blancos y sus calzones rojos, con sus orejas inmensas y abracadabrantes: “¡Hola, soy Mickey!” Si será hipócrita...
lunes, 24 de noviembre de 2008
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