miércoles, 13 de enero de 2010

Avatar

Copio y pego mi visión gremial y corporativa de esta película, que la otra ya la di, para tener enfiladas las columnas y para aquellos a los que el ratón les hace un extráño al hacer click. Ni cambio, ni corto. Y con esto, amables lectores, corto y cambio.

AVATAR

Un “avatar” no es sino la encarnación terrestre de un dios hindú, la palabra procede del sánscrito y antes de ser sinónimo de taquillazo cinematográfico designaba, no sin cierta pretensión lírica, a las representaciones digitales de los usuarios de los foros y redes sociales de Internet.

El éxito de la película homónima, visualmente fastuosa aunque flojita de guión y muy recargada de tópicos ecologistas y moralina new age, no reside únicamente en la entronización de la visión estereoscópica o 3D (denominación que, en rigor, deberíamos reservar para la holografia), sino la de incorporar un discurso contemporáneo, como es la dislocación entre la realidad “real” y la suprarrealidad “virtual”.

Otros films como “Matrix”, “Abre los ojos” o incluso esa obra maestra de la ciencia ficción que es “Blade Runner” ya habían anticipado estos temas con mucha más fondo y solvencia especulativa, pero es ahora, a punto de alcanzarse el apogeo de las redes sociales (y con el producto envuelto en una forma relativamente nueva de visionado, que intensifica la experiencia de pasar “a través del espejo”), cuando han alcanzado una relevancia de más de mil millones de dólares en sólo tres semanas.

El éxito de esta película no deja de ser la constatación de dos hechos probados:

1) Nuestra existencia se desarrolla en dos ámbitos cada vez más difusos, pero no por ello menos separados. Nuestros “avatares” pululan en el hiperespacio y, a menudo, nos otorgan una segunda oportunidad o nos dotan de capacidades desconocidas en el mundo tangible. ¿Cuál es nuestra identidad fidedigna? ¿Quiénes somos realmente? Difícilmente se puede ya vivir al margen de Facebook o Blogspot. Es la hora de la esquizofrenia digital.

2) La candorosa ingenuidad con la que el ser humano está dispuesto todavía a asistir a nuevos prodigios. Hoy vemos como algo risible o chusco el impacto del cohete en el ojo de la luna en la famosa película de George Mèlies, anticipo de toda la narrativa fundada sobre los efectos especiales, pero ahí estamos otra vez: haciendo cola junto al cuarto oscuro para correr despavoridos cuando el tren de los hermanos Lumière entre en la estación, aunque sea en forma de misil o medusa clavada entre los ojos.

Si las salas de cine que no se habían equipado de sistemas de proyección 3D han echado a perder el negocio de estas navidades, otro tanto están haciendo todos los emprendedores que renuncien a negociar con los avatares: estos nuevos seres virtuales (o sea, nosotros) constituyen un inmenso mercado que hay que abastecer.

Es célebre la sentencia de Somerset Maugham que define al narrador como el que apaga luz y sale cuando acaba el cuento, ahora que hay tantas historias nuevas por contar, el Ingeniero de Telecomunicación debe ser el que entra en el cuarto oscuro y enciende la sala de máquinas, invisible, pero imprescindible, como un avatar.

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