Pero los dioses antiguos arrastraban los astros sin dolor, en sus carros de fuego y purpurina recorrían la órbita del cielo y dejaban una estela lujuriosa sobre el bestiario de las constelaciones. Impunes y crueles, fabricados de odio y pedernal, su ática presencia de estructura sublime consagraba en los templos la infame mascarada del poder. Y entonces conocimos al Atlante. La profunda zancada, la curvada geometría del dolor en su peso y la llave que mueve los planetas, la palanca terrible que se apoya en un punto preciso de Verdad y Materia. Iba rasgando la sombra, desbrozando la nada y las tinieblas con su rostro de leproso ensangrentado orlado por la luz violácea de los enigmas.
Como cordero llevado al matadero, donde gime la piedra y la carne resurge.
viernes, 26 de marzo de 2010
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