No, no tengo abandonado el almanaque, temporalmente indisponible. El ayuno y la abstinencia del desierto dan para mucho, pero los funcionarios chinos son muy lentos. No saben cuántas polizas y sellos he tenido que rellenar para poder entrar la Ciudad Prohibida. Podría conformarme con algún documental del National Geographic, pero desde que dieron el apagón digital no llega la señal a estas provincias del espíritu.
24 de enero.
Matteo Ricci entra en La Ciudad Prohibida.
Al cruzar el umbral de la Ciudad Prohibida los ojos se vuelven de cinabrio. Nada hay comparable bajo el sol. Ni la piedra de Istria, ni el mármol de Carrara se pueden ensamblar con la dúctil inercia que aquí tiene la madera extasiada. Oleaje esmaltado de pórticos y aleros saturados de rojo y purpurina. De su traza cuadrada, como un sello elevado a la enésima potencia y estampado en el centro de los mapas, ha nacido una alianza inviolable: el estandarte amarillo de los hijos del Cielo. Un dragón se desliza suavemente por las altas pagodas. Enroscado en las columnas y tejados del palacio agita su cola de escamas irisadas donde se anudan los vientos cardinales. Cuando echa fuego y ruge toda la China tiembla. Hay un millar de concubinas y eunucos dispuestos a aplacarlo y cientos de mandarines que vigilan las estrellas.
Y yo, pobre Mateo, jesuita, vengo del otro mundo sólo con la Biblia. Apenas traigo un clavicordio y un reloj, pero no tengo miedo.
También Cristo es un Dragón.
lunes, 15 de marzo de 2010
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1 comentario:
Espléndido final.
Un abrazo
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