En el mes de mayo apareció el número 7 de la Revista de Poesía de la Isla de Siltolá.
Por diversas circunstancias, literarias y laborales, no me pude hacer eco en su momento de este excelente número con colaboraciones inéditas de Nicanor Parra, Aquilino Duque, Jaime Quezada, Miguel Ángel Yusta, Tomás Rodríguez Reyes, Efi Cubero, Luis Alberto de Cuenca, Manuel Martínez Forega, Juan Cobos Wilkins, Luis Miguel Rabanal, Marta Navarro, Inmaculada Moreno, José Manuel Benítez Ariza, Antonio Rivero Taravillo, Pilar Pardo, Antonio Serrano Cueto, Jordi Doce, Antonio Gil García, José Luis Gómez Toré, Sergio Fernández Salvador, Rodrigo Olay, Gonzalo Gragera, Mascha Kaléko (traducción de Inmaculada Moreno) y con críticas y reseñas de Rafael Adolfo Téllez, Miguel Ángel Lama, Manuel Moya, Javier La Beira, Olga Bernad y Pilar Pardo.
De manera singular incluye la revista registro de dos actos memorables: el inkling que mantuvimos con Antonio Colinas con motivo de sus NUEVOS ENSAYOS EN LIBERTAD y la presentación de EN LA CAMA CON LA MUERTE, de Luis Alberto de Cuenca, con fotografías de Marcela Lieblich y Miguel Fernández Pacheco.
Se dan, del primero, las preciosas palabras de Tomás Rodríguez Reyes, armónico conocedor de la poesía órfica de Antonio Colinas, bajo el epígrafe de: "Palabra y ser en la palabra de Antonio Colinas"
Por mi parte, ahora que nos adentramos en las nieblas otoñales y que la corriente de los días ya nos arrastra al próximo puente, que será el de Todos los Santos, traigo aquí las lúgubres palabras que dije en la Casa del Libro con motivo de la presentación de esta obra de Luis Alberto de Cuenca, premio Estado Crítico 2012 al mejor libro de Poesía del Año.
EL SUEÑO ETERNO
-Una aproximación a EN
LA CAMA CON LA MUERTE, 25 poemas fúnebres de Luis Alberto de Cuenca-
“Son algo los Manes. La muerte no termina con
todo”[i]. Con este acorde grave da
comienzo la más emocionante de las elegías latinas, cuando Propercio es
visitado en sueños por una Cintia espectral: “Así, me pareció que Cintia se reclinaba sobre mi cama / –Cintia, la
que hace poco fuera enterrada a la orilla / del rugiente camino-, cuando mi
sueño estaba pendiente / de las exequias de mi amor, y me quejaba del helado /
reino de mi lecho”.
Luis Alberto de Cuenca, el más ferozmente
clásico de nuestros poetas, quien en un libro tan temprano como Elsinore[ii],
donde palpita la presencia brumosa y sumergida de la Ofelia de Hamlet, ya se
acogía a la sombra tutelar de Propercio - “Pasión, Muerte y Resurrección de
Propercio de Asís” se titula uno de los poemas del libro- y que llegó a dar el
título de Necrofilia[iii]
al último de sus sarampiones alejandrinos, ha repetido este motivo
ultraterreno, el encuentro con la amada más allá del río Aqueronte, de forma
recurrente en su obra[iv].
Amada que podría haberse llamado, como en las
carnales podredumbres de Poe o Baudelaire, Leonor, Ligeia o Berenice, pero que en su poesía, cruzando la luminosa herida de la pantalla, otra forma
del Hades, puede ser Mae West, Hedy
Lamarr o Lauren Bacall, o bien, más allá de la vidriera gótica de los tebeos,
Sonja la Roja o Gwendoline, cuando no Morgana o Urganda la desconocida, en la
bruma de la caballería andante y de los ciclos de Arturo, rey de reyes; y que
las más de las veces es Rita[v], a quien un trágico
accidente arrebató al Sueño Eterno y, desde entonces, no ha dejado de visitar
como la Cintia de Propercio al poeta.
En su más reciente libro, aparte de la antología
que hoy nos congrega en este improvisado velatorio, El Reino Blanco, hay un poema concluyente al respecto, “Shakespeare
y Rita”:
Leer a William Shakespeare y conocer a
Rita
han sido los dos hechos cruciales de mi vida.
[…]
De Shakespeare aprendí que todo son palabras.
Al principio de su obra, por tanto, y al cabo de
los años también, el eco de Propercio percute su poesía; sin embargo, en algún
momento, Luis Alberto de Cuenca, que como Catulo había soñado con galopar sobre
los caballos furiosos de la épica (pero este es un don que los dioses otorgaron
solamente a Homero, Virgilio y Ariosto)
y que como Catulo se había entregado al estudio de la hermética poesía helenística,
Calímaco de Cirene, Euforión de Calcis y los epigramas de la Antología Palatina,
se convirtió, precisamente, en esto, en nuestro Catulo, el primer poeta de
sensibilidad moderna y aun romántica, cuyos poemas se leen como si se hubieran
escrito, ahora, hace nada, para nosotros.
(“Odio y amo”, “Vivamos, Lesbia mía, y amémonos”, “Dame mil besos, luego cien”[vii]).
Esto lo consiguió Luis Alberto mediante la
simple operación de ser directamente Catulo, como ese Pierre Menard, autor del
Quijote borgeano, incorporando, donde el autor de Verona había situado a Safo y
todo el material de acarreo de la mitología grecolatina que los tres o cuatro
lectores de su tiempo podían comprender, otra mitología contemporánea, otra
colección de nombres propios, del cine, del cómic, del Barrio de Salamanca, que
en sus poemas se convierten en nombres nuevos que podemos comprender y
disfrutar los millares de lectores de su tiempo.
Al hablar de Luis Alberto se acude siempre al
símil de la línea clara, pero a mí me gusta más la línea clásica, como tituló
Luis Miguel Suárez la antología publicada por la Diputación de Cáceres en su
colección Abezetario[viii].
Y habiendo amado tanto como Catulo, el amor se hace constante más allá de la
muerte, porque cuando se está en permanente conexión con el transmundo sucede
lo inevitable:
Maldita sea mi suerte.
Mi novia me ha sorprendido
en la cama con la muerte.
Que no es sino la forma manuelmachadiana y andaluza,
la soleá, para invocar al “polvo” enamorado.
Y es en este punto donde nos encontramos con este cementerio de
papel portátil. Ningún autor mejor que Luis Alberto para transitar una
necrópolis, su poesía, cimentada en el Eros, es un talismán seguro para
enfrentarse a Tánatos. A través de este libro se persiguen por los mausoleos y
cipreses como un fauno y una ninfa en un jardín renacentista hasta pulirse los rosales del tiempo.
Como Catulo, como Calímaco, en este escenario es imposible
sustraerse a los nombres propios que adquieren la cualidad de las inscripciones
en las lápidas, Luis Alberto escribe una poesía epigramática, de estructuras
cerradas. Etimológicamente entre epitafio y epigrama solo hay una piedra de
diferencia, la que cubre la estructura, esta sí cerrada, de la tumba. En los
poemas de Luis Alberto esta lápida se abre y se cierra como la puerta de un
ascensor en el que las almas viajan sin solución de continuidad entre la tierra
y el averno.
Comparto con Miguel Fernández-Pacheco y Marcela
Lieblich, autores de las maravillosas fotografías del libro, la pasión, palabra
apropiada solo si es visada por la pátina ósea del Yorick Hamletiano -ser o no ser- de frecuentar algunos
cementerios imprescindibles: las fantasías románticas de Pere Lachaise en
París, la isla de los muertos de San Miguel en Venecia, donde está enterrado
nuestro admirado Ezra Pound, el cementerio militar alemán de Yuste, pulcro y
rectilíneo, o el cementerio sevillano de San Fernando, con el becqueriano eco
de la Venta de los Gatos y los olés extinguidos, o el kafkiano y expresionista
cementerio judío de Praga, que parece el sublime decorado de una película de Murnau,
por citar otro fetiche luisalbertiano.
Como demuestran Marcela y Miguel en sus
imágenes, aunque en principio se trate de lugares seguros y silenciosos a los
que nadie querría entrar y de los que, desde luego, parece difícil salir, en
ellos suceden cosas turbadoras, inquietantes: el liquen va horadando las rocas
y la lluvia ejecuta su minuciosa tarea de desenterradora.
Sus fotografías, emparentadas con el
pictorialismo finisecular de Stieglitz y su mítica revista “Camera Work”[ix], adquieren en el proceso
de revelado la ductilidad de la pintura, se densifica el grano, la trama, hasta
dotarlas de un halo brumoso, propio de los daguerrotipos, como artesanos de la
luz que celebraran, ajenos al aquelarre digital, el fáustico proceso de
transmutación del mármol en carne, con sus matraces y redomas de albúmina, magnesia y sales de plata.
Las estatuas de los panteones cobran vida, como
fúnebres “golems” que salieran del mausoleo del libro para contarnos su
historia romántica. Se trata en gran medida de composiciones de corte
prerrafaelita cuya estética gnóstica y mística se acomoda perfectamente al
imaginario de Luis Alberto.
Hay, además, un sutil sentido del humor en estas
almas en pena, pues no pocas veces nos arrancan una sonrisa al alumbrar con sus
tétricos faroles alguna inesperada interpretación del poema. Sin abandonar su
condición de piedra tienen algo de jeroglífico que desafía la perspicacia del
lector.
En la primera compilación de poemas que dio
lugar a la colección palatina de epigramas, Meleagro de Gadara usó por primera
vez el neologismo “Antología”, cuyo significado etimológico, como es bien
conocido, es “selección de flores” y comparó a los poemas escogidos con una
guirnalda entrelazada. La selección de poemas de Luis Alberto que hoy nos ocupa
sería como una corona funeraria cuyas flores robadas, como en el cuento de
Villiers[x], se vendieran por la noche
para lucir en el escote de las bellas a la luz verdosa y fosforescente de la
absenta.
Hay en el libro magníficos ejemplos gráficos de
esta revelación no solo de la luz, sino de los poemas, valga la imagen de “La chica verde” escrito
originalmente pensando en Hulka (She-Hulk),
la heroína de la Marvel: “Qué guapa estás con ese traje verde que te moldea el
cuerpo como pátina” (p. 41) y que
aquí se nos aparece bajo la forma desdibujada
por el verdín del liquen y del musgo de una terrorífica estatua. O bien “La
muerta enamorada” que termina: “Vuelve a la tumba, horror. Déjame en paz” (p. 38) con la tétrica figura que
retorna al mausoleo. Y no me resisto a citar el “Epigrama”: “Me gustó imaginar
como a todos los hombres que la chica que amaba se acostaba con otros, que se
lo hacía incluso con gente de su sexo” (p. 34), con el correlato grafico de las
dos mujeres condenadas, entre las que corre el fresco chorro del agua que da
vida.
Qué belleza, pero un “Qué” grande y violeta (con
un guiño a los lectores de la magnífica carta-prólogo a cargo de Miguel
Fernández-Pacheco), la de este libro, cuidado hasta el mínimo detalle y editado
por Siltolá con el esplendor de las pompas fúnebres, sin que falte el morado
litúrgico de la penitencia, propia también del tiempo de adviento en que se
presentó en sociedad y a cuya tristeza perpetua dedica el autor el adecuado
ditirambo: “Navidad, horror inexplicable con que los astros dan por terminado
el año” (“Navidad”, p. 22). Morado
que vela los crucifijos con su gasa ciega en la noche perpetua del viernes
santo.
La Literatura es una forma de la realidad, acaso
la única real. La ciencia, desconcertada por la velocidad de los neutrinos, aún
no ha sabido decirnos qué hay al otro lado, tampoco nos lo puede decir la
religión, que nos da un consuelo probable o improbable según la fe de cada uno,
pero, gracias a la Literatura, sabemos que ha habido cinco hombres y un semidiós
que han bajado al Hades y han sido capaces de regresar para contarlo:
Gilgamesh, Dante, Ulises, Eneas, Orfeo y
Hércules. Decía que Luis Alberto es nuestro Catulo, nuestro clásico feroz y, en
este libro que habla de la muerte y del amor, hay ecos de estos seis arquetipos,
porque su poesía, gracias a la línea clara o a pesar de ella, no elude jamás
los temas imperecederos:
-Gilgamesh, que buscó en el Creciente
Fértil la flor de la inmortalidad angustiado por la muerte de su amigo Enkidú
mientras se preguntaba, “¿lo que le pasó a mi amigo me habrá de pasar a mí?” se
nos aparece en el poema, “Cuando Pienso en los viejos amigos” (p. 29).
-Dante, que tuvo la suerte de bajar acompañado por Virgilio. El poema “Ritter,
Tod und Teufel” (p. 33) termina con un eco del último verso de la Comedia Divina “del amor que mueve las
estrellas”.
-Ulises, cuyo periplo por el insondable
azul del Mediterráneo lo llevó también al averno. Los cielos azules de Cnoso y
el mar donde flotan las ánforas del trigo y del aceite aparecen en el poema más
emocionante del libro, dedicado a la sagrada memoria de su madre, cuando el
poeta arroja las cenizas de la urna “en el azul de los frescos minoicos que es
el inagotable azul del mar” (“Cnoso”,
p.25).
-Eneas, que se encontró en las
tinieblas con Dido, condenada por haberse entregado a una devoradora pasión que
la llevo al suicidio y que vagaba silenciosa e insomne. Eneas, digo, que escapó
de Troya portando a hombros el cuerpo de su padre, como arrastra Luis Alberto
por las calles de Madrid el féretro del suyo en el “Sueño de mi padre” (p. 26).
-Hércules, el semidiós cuyo último
trabajo fue la captura del Can Cerbero, el perro guardián del infierno. Un eco
remoto del héroe y sus trabajos aparece en “El Regreso” (p. 46): “Vengo de
desertar en Bouvines o de pelear en Midway”.
-Y Orfeo,
quien a punto de rescatar a Eurídice del Sueño Eterno, volvió la mirada,
¡insensato!, apiádense de él los dioses inmortales. En el poema “Que queda de
la noche” (p. 42) leemos “Qué queda de la noche, vida mía, qué queda de tu
ascenso a mis infiernos”.
Iniciábamos esta aproximación citando a
Propercio y cómo, en el sueño de su creación, Luis Alberto, que se quiso Catulo
y ha sido y es el cantor del amor, las mujeres y la vida (“la droga de la vida
me mataba”, nos dice en un poema memorable (p. 37)), no ha dejado de ser nunca,
en el sueño eterno de la poesía, Propercio, cuya elegía inmortal termina con la
lúgubre voz de Cintia que suplica:
“Escríbeme / estos versos en mitad de una columna; serán dignos de
mí, / pero breves, para que todo aquel que viaje / con prisa desde la ciudad
pueda leerlos […]. Y no desprecies los sueños que vengan por las puertas /
piadosas. Cuando los sueños llegan piadosos, tienen / peso. Libres erramos en
medio de la noche; la noche / libera las sombras cautivas” […]. <<Que otras te posean ahora. Pronto te
tendré yo sola. / Estarás conmigo y pulverizaré tus huesos mezclados con los
míos.>> / Después que, así, hubo dado fin a sus quejas, / su sombra
desapareció de entre mis brazos”.[xi]
Desaparecen las tinieblas, los fantasmas se
difuminan, vuelve la claridad, pero queda en nuestras manos este portátil mausoleo,
este Libro de los Muertos egipciano, con los breves epitafios que Rita pidió
desde los sueños a Luis Alberto de Cuenca
No dejen de leerlo, una sombra me ha dicho que el barquero Caronte
acepta este pasaje como óbolo.
[i]Propercio, Elegía
VII, Libro IV. La traducción es de Luis Alberto de Cuenca, recogida en la Antología
de la Poesía Latina. Luis Alberto de
Cuenca y Antonio Alvar (eds.), Madrid,
Alianza, 1981, p. 94 y ss.
[ii] Elsinore, Madrid, Azur, 1972.
[iii] Necrofilia, Madrid, Cuadernillos de Madrid, 1983.
[iv] Véase “La Visita de
Cintia”, en Luis Alberto de Cuenca, ABC, Madrid, 16 de junio de 2000, p.3.
[v] Véase, Poesía
(1979-1996), Luis Alberto de Cuenca, Juan José Lanz (ed.), Madrid,
Cátedra, 2006, p. 241.
[vi] El Reino Blanco, Madrid, Visor, 2010. p.117.
[vii] Luis Alberto de Cuenca y
Antonio Alvar (eds.), op. cit, p. 27 y ss. Traducción de Luis Alberto de
Cuenca.
[viii] Línea Clásica, Luis Alberto de Cuenca, Luis Miguel Suárez (ed.),
Cáceres, letra k de la Colección Abezetario, Diputación de Cáceres, 2008.
[ix]Para Stieglitz y el
pictorialismo véase, Camera Work, The
Complete Illustrations 1903-1917,
Colonia, Benedikt Taschen Verlag, 1997.
[x] Fleurs de Ténebrès, Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889). En Vera y otros
cuentos crueles, selección y traducción de Luis Alberto de Cuenca con
prólogo de Alicia Mariño, Madrid,
Alianza, 2007, se ofrece una intensa panorámica de la narrativa breve de Villiers.
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