(Aracena)
Sobre la repisa, de voluntariosa marquetería blanca, crecen pálidas rosas de madera y ramos verdes de hojas esmaltadas: componen la cándida celosía del azúcar, la filigrana de la miel. En los tarros de cristal traslúcido y verdoso hay caramelos de violeta y café con leche. El aplicado carpintero, artesano de la propia Sierra quizá o de Sevilla acaso, ha labrado una modesta capilla, un retablo art decó para este templete de canela y cidra. El aire es dulcísimo, huele a oblea, a bizcocho recién hecho, a magdalena de Proust. Ningún lugar más cosmopolita al sur del Guadiana que esta confitería de Rufino, transportada de Baden Baden, de Biarritz, a este rincón de la Sierra donde encargan los piononos, borrachos de almíbar, los marqueses de Aracena y donde Alfonso XIII se descubre la cabeza -pañuelo de moaré en la solapa, sombrero de canotier- y hace girar un bastoncillo de mimbre mientras, cigarros de París, lanza una larga voluta de humo que traza la melancólica espiral del mundo de ayer en las cristaleras en las que brilla el piñonate ámbar, cuya arbitraria forma es hermana de las estalactitas y estalagmitas de la gruta que, tras el café endulzado con azúcar de caña y el licor de marrón glacé, la comitiva real visitará.
Es aún aquí la Belle Époque, en el quiosco Austro-Húngaro del Paseo, la plaza mayor de Aracena, la pequeña banda municipal hace sonar un pasodoble y los terratenientes y ganaderos del pueblo se asoman a la vidriera de colores del casino, el acuario semicircular con cornisas de nata y tejado de zinc, ahora de teja y cerámica, que Aníbal González regaló a la villa que desde esa esquina redonda ve pasar la vida como una película muda de los años veinte. Bajo el arco naif del hierro verde forjado que abraza los cristales emplomados, cuando las piezas del ajedrez hacen chasquear las casillas de granito bruñido y se sirve el anís en mesitas de mármol, caoba y piel, pasan las sombras espectrales de los años felices: banderilleros de Belmonte, señoritas en bicicleta, ingleses a caballo, orondos curas de pueblo, negros como los bombones de chocolate suizo que pediremos al camarero junto a una botellita de agua de Seltz.
Es aún aquí la Belle Époque, en el quiosco Austro-Húngaro del Paseo, la plaza mayor de Aracena, la pequeña banda municipal hace sonar un pasodoble y los terratenientes y ganaderos del pueblo se asoman a la vidriera de colores del casino, el acuario semicircular con cornisas de nata y tejado de zinc, ahora de teja y cerámica, que Aníbal González regaló a la villa que desde esa esquina redonda ve pasar la vida como una película muda de los años veinte. Bajo el arco naif del hierro verde forjado que abraza los cristales emplomados, cuando las piezas del ajedrez hacen chasquear las casillas de granito bruñido y se sirve el anís en mesitas de mármol, caoba y piel, pasan las sombras espectrales de los años felices: banderilleros de Belmonte, señoritas en bicicleta, ingleses a caballo, orondos curas de pueblo, negros como los bombones de chocolate suizo que pediremos al camarero junto a una botellita de agua de Seltz.
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