sábado, 4 de agosto de 2018

Gibraltar

Me recuerda, en fin, Gibraltar a algunas ciudades que todavía no conozco: Marsella, la Valeta, Génova... Pienso también en Santa Helena, en el Atlántico, por la cosa militar y británica, que no se entiende sin un Napoleón, gobernador o comodoro que administre este nido de espías, túneles y bunkers, perfumado por los fardos del tabaco, el vino y el ron.
Tropical y africana, sus alturas exceden los dominios humanos y pertenecen a Hércules, sus vistas son las de la bahía de Pompeya y Herculano que aquí se llaman Tarifa y Algeciras.
Yo comprendo que Joyce hiciera de Molly Bloom en el Ulysses ~que como todos he leído y no~ una gibraltareña, esa desesperación promiscua y concuspiciente sólo puede nacer de la angustiosa necesidad de huir de esta roca pelada, combatida por los vientos, y de un alma templada por la exuberancia carnal de su vegetación a nivel del mar: flores de hibisco rojo, lirios de Ciudad del Cabo, palmerales del Rif.
Hay, luego, esa melancolía portuguesa de todos los pueblos que bajan a comerciar y despiden con pañuelos la buenaventura que los deja en tierra, esa espuma blanca de la luz, que vela el continente africano, y que yo he visto en Lisboa y he soñado en Argel. Una tristeza honda a la que se podrían sumar dos o tres gotas de la guitarra algecireña de Paco de Lucía.
¿Británica? ¿Inglesa? No. Ni siquiera española. Las construcciones, más italianas que british, sí le conceden un aire exótico, internacional, pero los pueblos varados en los estrechos de la historia sólo se pertenecen así mismos.
Y por eso el llanito, mercader judío o moro o fenicio, te dice con conmovedor acento de la bahía después de envolver la colonia o el extravagante paquete de habanos "that's why a mí me funciona la cabeza".

La imagen puede contener: árbol y exterior

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