SANTA TERESA DE JESÚS
Si yo hubiera querido complacer a la caterva mediática que ve en los conventos de monjas una hermandad sáfica y en la religiosa profesa y cultivada (Hildegarda von Bingen, Sor Juana Inés de la Cruz) una mujer emancipada -pero no del arzobispo o la abadesa- habría titulado mi retrato con el nombre en el mundo o en el siglo de nuestra protagonista: Teresa de Cepeda y Ahumada, todo lo más con su nombre intramuros: Teresa de Jesús. Pero no: ante todo "santa", santa y Doctora de la Iglesia.
En un tiempo que busca el arquetipo femenino empoderado, ¿qué mayor poder que aquél que es concedido de lo alto? Cuando se hace perentoria la búsqueda de escritoras que nos hablen del mundo con el doble cromosoma X, ¿qué pluma más luminosa que la de aquella que fue nombrada doctora entre los hombres de la ley?
Soñaba Teresa de niña con ir a tierra de moros y avasallar a herejes, en un tiempo convulso acechado por las desviaciones luteranas y los excesos humanos de una iglesia con sobrepeso de bulas y riqueza, caminó Santa Teresa por los campos de Castilla avasallando con sus fundaciones y transverberada por su unión mística con Cristo (gloria de Bernini) recogidas en sus escritos de los que Dámaso Alonso dijo: "Teresa es pueblo y habla como un oro".
Solo Cervantes, quizá, y Torres Villarroel, pero mucho después, han hablado con tanto desparpajo como esta santa a quien se atribuyen alguno de los versos más bellos del idioma (y piensa ahora uno en la reforma del Carmelo y en el viento encendido de San Juan de la Cruz, patrón de los poetas), "no me mueve mi Dios para quererte".
Leer a Santa Teresa es andar por los caminos del siglo XVI, pero, como en el Dante, es también asomarse a los terribles suplicios del Infierno y atisbar la estrechísima puerta radiante del cielo.
1 comentario:
Gracias por tu lectura, querido amigo.
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