Más solos que nunca. Hoy, que debiéramos haber vestido la túnica de nazareno acompañando a nuestra madre de la Soledad por las calles del barrio de San Lorenzo, estamos, como Ella, más solos que nunca en nuestra gruta del desamparo y el dolor.
"¿Cómo llenarte Soledad sin contigo misma?", dejó escrito el mejor poeta de esta tierra.
"Distancia social" es el eufemismo empleado para designar la imposición fatídica que los hados reclaman de nosotros para conjurar a la peste. Cada hogar es ahora una isla desierta, una galaxia remota. Nada más alejado de lo específicamente humano que esta distancia física: desde que nacemos anhelamos el abrazo y la caricia de la madre. El calor humano y mamífero que nos vuelve animales sociales (zoon politikón, que decía Aristóteles). Juntos y revueltos construimos la civilización.
Recuerdo ahora esos versos horribles, pero verdaderos, de Ramón de Campoamor:
Sin el amor que encanta,
la soledad de un ermitaño espanta.
Pero es más espantosa todavía
la soledad de dos en compañía.
Ahora que todos somos ermitaños y añoramos los abrazos de nuestros semejantes - nuestros hermanos-, sentimos que es menor nuestra soledad que la de antes, cuando apresados en las celdas del trabajo, del bloque de pisos, de la pantalla, éramos nada para nadie y habíamos extraviado nuestra condición gregaria confinados en muros de egoísmo y desdén.
Si de algo ha de servir este confinamiento es para que a la salida de nuestra oscuras madrigueras encontremos al prójimo que habíamos dejado de saludar. Poco importará que durante un tiempo aún estén cerradas las diversiones, -ahora sabemos que las multitudes eran solo un espejismo narcisista-, si aceptamos la gracia de reconocernos en otros y dejamos de ser islas de soledad.
Muchos de nosotros, todavía, tenemos la fortuna de apiñarnos al calor del hogar de nuestra pequeña tribu, pero pienso ahora, con dolor de corazón, en todas aquellas personas confinadas en la doble soledad, la de los muros y la de las ausencias. Ausencias impuestas por la cuarentema, por el azar, por la vida, por la muerte.Y, tanto más, en la soledad hospitalaria de quienes agonizan o luchan contra la enfermedad.
Para ellos sale hoy la Soledad por las calles del alma.
Es solo cuestión de tiempo y esperanza, en breve se abrirán otra vez las compuertas de la vida y pisaremos las calles nuevamente. Entonaremos entonces, como signo de la gran transformación humana que se anhela, el himno a la alegría beetoveniano y todos los hombres volveremos a ser hermanos donde la suave ala de este nuevo júbilo se pose.
(PS: A la entrada del cementerio de Sevilla hay un azulejo de la Soledad de San Lorenzo, como el último pañuelo que se divisara en el puerto al adentrarse en ese mar, que es el morir. Desde el alto promontorio eliotiano que separa la vida de la muerte, se yergue como un faro la virgen cuya mirada nos recuerda que ni en la más desesperada de las situaciones estamos solos nunca. Siempre hay, como en el tenebrario, encendida una luz.)
1 comentario:
Gracias, Carlos, cuando el cómo importa más que el qué, es que en el fondo se está hablando, con otro carisma, de lo mismo.
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