Dejamos en suspenso un punto la narración barroca hispalense para escribir la urgente crónica churrigueresca del asedio de Barcelona.
Ni Valle-Inclán confinado en el Callejón del Gato hubiera podido imaginar un esperpento (l'esperpent) como el vivido ayer a cuenta de la cuota autonómica de las mascarillas entregadas por el Gobierno de España a Cataluña.
Para oprobio y mancilla de generaciones futuras -si el viento digital no se llevare estas notas volanderas- quede constancia de que hubo una vez un consejero de interior catalán que, cuando las cifras de dos decenas de alma llenaban las albardas de la muerte en la mayor crisis sanitaria desde la Guerra Civil, acusó al Gobierno Central de "jugar con la historia de los catalanes" a cuenta de un envío de 1.714.000 mascarillas a la población.
El quid de la cuestión es de naturaleza numerológica, pues le parece al señor consejero que la cifra en cuestión envía un mensaje funesto por ser emblema de una fecha nefasta.
1714 fue el año del asedio de Barcelona que terminó cayendo en manos de las tropas borbónicas el 11 de septiembre.
Esto de conmemorar una derrota no ha habido nunca quien lo entienda, pero ya se ha hecho costumbre en el nacionalismo, esa rama de las ciencias esotéricas que enarbola símbolos, cánticos y banderas con la misma precisión con la que escribía sus cuartetas Nostradamus, adaptándolo a lo que sea.
La derrota de Barcelona, absoluta como la monarquía que la depuso, fue además un suceso poco ejemplar pues Rafael Casanova, fiel precursor de Puigdemont y a la sazón conseller en cap de la ciudad, en lugar de rendirse y negociar como aconsejaba el ostensible desequilibrio de fuerzas, proclamó una resistencia suicida mientras se escapaba de la ciudad travestido de frailuno - es lo que más les pone todavía, Monserrat tira mucho a la sagrada familia - dejando al pueblo a la merced (aviso para parapsicólogos: esto no es una mensaje en clave acerca de patrona de la ciudad condal) de las tropas realistas.
Esto sin considerar que en aquella guerra los catalanes estaban apoyando al imperio austríaco, legítimo donatorio del trono de España tras la muerte de Carlos II, el primo tonto de la familia, y que a la independencia ni se la veía ni se la esperaba.
Todo, como se ve, muy edificante: se celebra una derrota, se ensalza a un traidor y se enarbola una causa falsa. Así que no entiende uno porque el consejero de marras no ha visto en la cifra ominosa un homenaje a su causa, que era lo propio.
Resistirem com en 1714.
No deja de ser por otra parte cándido suponer que en el gobierno alguien pueda tener conocimiento de estas efemérides cuando nadie los saca de 1975. De haber sido así, y por solidaridad psicológica nacional, se habrían entregado en Sevilla 1.649.000 mascarillas, en homenaje a la serie de la Peste, como decíamos ayer.
Se merecía este consejero que le hubieran acercado las mascarillas los mismísimos tanques de Franco, aunque esto probablemente lo hubiera emocionado hasta las lágrimas, pues en algún desván de la masía familiar no ha de faltar el amarillento recorte de La Vanguardia de enero de 1939 donde figuren retratados sus abuelos, brazo en alto y dando vivas al caudillo, mientras las columnas nacionales desfilan por el Paseo de Gracia.
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