miércoles, 17 de junio de 2020

Tres clásicos

Si hay algo que caracteriza a las voces literarias verdaderas y profundas -aquellas que han devenido en clásicos-, es la fraternidad. Fuera de toda impostura y más allá de dos o tres modismos o rasgos de época, nos hablan al oído, como un amigo o una presencia cercana, acaso porque su voz no se marchó nunca de la tierra.
Se celebran este años homenajes centenarios a Bécquer, Dickens o Galdós.
Qué tres magníficos ejemplos de esto que decimos: son del siglo XIX -el que fuera el siglo pasado en otra vida-, pero todo en ellos resuena vivo, puro, fuera del tiempo.
Parece dicho hoy.
Reconocemos -nos reconocemos- en esos personajes y voces que tienen vida propia. Comparad esta escritura con cualquier otro de aquella era bendecido por el éxito (que a dos de ellos no les faltó y el tercero se quedó a las puertas porque lo segó la muerte, todo hay que decirlo): un Zorrilla en poesía, un Duque de Rivas en teatro, un Fernández y González -el Pérez Reverte de su época- en novela, y veréis que aunque dignas y aún sobresalientes (Rivas, Zorrilla) se os caen sus libros de los brazos como plomos, por ortopédicos, remotos, engolados, artificial.
Ha sido así siempre, cuando uno lee a Homero o a Virgilio no suenan como una estela funeraria o un enunciado de un código latino, sino que en ellos resuena y retumba la vida: el mar está en las letras del nombre Homero y en las de Virgilio se esconde la virtud.

La literatura es, después de todo, la máquina del tiempo de la especie y los siglos van haciendo de filtro, de selección natural que solo decanta lo puro, lo verdadero, lo fraternal.
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