Si hay algo que caracteriza a las voces literarias verdaderas y profundas -aquellas que han devenido en clásicos-, es la fraternidad. Fuera de toda impostura y más allá de dos o tres modismos o rasgos de época, nos hablan al oído, como un amigo o una presencia cercana, acaso porque su voz no se marchó nunca de la tierra.
Se celebran este años homenajes centenarios a Bécquer, Dickens o Galdós.
Qué tres magníficos ejemplos de esto que decimos: son del siglo XIX -el que fuera el siglo pasado en otra vida-, pero todo en ellos resuena vivo, puro, fuera del tiempo.
Parece dicho hoy.
Reconocemos -nos reconocemos- en esos personajes y voces que tienen vida propia. Comparad esta escritura con cualquier otro de aquella era bendecido por el éxito (que a dos de ellos no les faltó y el tercero se quedó a las puertas porque lo segó la muerte, todo hay que decirlo): un Zorrilla en poesía, un Duque de Rivas en teatro, un Fernández y González -el Pérez Reverte de su época- en novela, y veréis que aunque dignas y aún sobresalientes (Rivas, Zorrilla) se os caen sus libros de los brazos como plomos, por ortopédicos, remotos, engolados, artificial.
Ha sido así siempre, cuando uno lee a Homero o a Virgilio no suenan como una estela funeraria o un enunciado de un código latino, sino que en ellos resuena y retumba la vida: el mar está en las letras del nombre Homero y en las de Virgilio se esconde la virtud.
La literatura es, después de todo, la máquina del tiempo de la especie y los siglos van haciendo de filtro, de selección natural que solo decanta lo puro, lo verdadero, lo fraternal.
La literatura es, después de todo, la máquina del tiempo de la especie y los siglos van haciendo de filtro, de selección natural que solo decanta lo puro, lo verdadero, lo fraternal.



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