jueves, 20 de agosto de 2020

La Montaña Mágica (II)

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Quienes contemplan los muros desdentados y las torres abatidas de la fortaleza que coronó este cerro no imaginarán que en esos secarrales y desmontes sin sombras creció una vez un vergel. Sobre los restos de las almenas desmochadas donde ahora sestean las lagartijas y rugen las cigarras entre líquenes secos, piritas calientes y exangües cañas de pasto amarillo donde unas cabras espectrales ramonean, se alzaron un día terrazas y bancales de ladrillo regados por un intrincado laberinto de acequias. Una compleja maquinaria formada por varias norias en distintos niveles, cuyo chirrido solo cesaba con la llamada a oración del almuédano, hacía subir el agua desde los profundos manantiales de la gruta cuya existencia era aún desconocida.

Desde la misma base de esta loma y hasta las más altas cúpulas de su palacio, rozadas por la madreselva, crecía una frondosa vegetación que vista desde las otras estribaciones de la sierra y sus caminos polvorientos daba a la montaña el aspecto de una colosal esmeralda o una malaquita ciclópea según los rayos del sol alumbraran una u otra ladera.

Cada vez que Abu Hasan deambulaba bajo los palmerales y arboledas de su alcázar siempre henchidas de dátiles y colmadas de flores y frutos en cualquier época del año, junto a las sonoras corrientes y cascadas y el griterío incesante de los pájaros, repetía para sí la sura del Profeta: “los que obedezcan a Alá pasearán por jardines bajo los cuales fluyen los ríos de la inmortalidad”.

El walí era un hombre piadoso y no había mandado construir estos jardines, que aquí y allá repetían geométricamente los versos del Corán, movido por un afán mundano o placentero, sino para la alabanza de Alá, a quien solo pertenecen la gloria y la grandeza. Comprendía, sin embargo, los celos y la envidia que aquel paraíso instilaba en el corazón del emir y los distintos embajadores de las taifas y al que él había contribuido no poco con su intensa actividad diplomática y sus excesos de vanidad impropios de un buen musulmán.

Rara vez terminaba sus paseos sin llorar bajo la sombra del primer naranjo que plantó y cuya semilla había hecho traer de la ciudad de Damasco. Temía que alguna incursión de los caudillos del Atlas o del mismo Rey de Sevilla o Badajoz le arrebataran la plaza y sus jardines sucumbieran a los estragos de la guerra y la dominación. Pero sobre todas las cosas temía por su alma, en vano había querido refugiarse tras los vegetales muros de su edén terrestre anticipando el celestial Jannah, porque nada permanece oculto a los ojos de Alá.

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                                                Castillo de Arcena, julio 20017

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