Desde la
misma base de esta loma y hasta las más altas cúpulas de su palacio, rozadas
por la madreselva, crecía una frondosa vegetación que vista desde las otras
estribaciones de la sierra y sus caminos polvorientos daba a la montaña el
aspecto de una colosal esmeralda o una malaquita ciclópea según los rayos del
sol alumbraran una u otra ladera.
Cada vez
que Abu Hasan deambulaba bajo los palmerales y arboledas de su alcázar siempre
henchidas de dátiles y colmadas de flores y frutos en cualquier época del año, junto
a las sonoras corrientes y cascadas y el griterío incesante de los
pájaros, repetía para sí la sura del Profeta: “los que obedezcan a Alá pasearán
por jardines bajo los cuales fluyen los ríos de la inmortalidad”.
El walí
era un hombre piadoso y no había mandado construir estos jardines, que aquí y
allá repetían geométricamente los versos del Corán, movido por un afán mundano
o placentero, sino para la alabanza de Alá, a quien solo pertenecen la gloria y
la grandeza. Comprendía, sin embargo, los celos y la envidia que aquel paraíso
instilaba en el corazón del emir y los distintos embajadores de las taifas y al
que él había contribuido no poco con su intensa actividad diplomática y sus excesos
de vanidad impropios de un buen musulmán.
Rara vez
terminaba sus paseos sin llorar bajo la sombra del primer naranjo que plantó y cuya
semilla había hecho traer de la ciudad de Damasco. Temía que alguna incursión
de los caudillos del Atlas o del mismo Rey de Sevilla o Badajoz le arrebataran
la plaza y sus jardines sucumbieran a los estragos de la guerra y la dominación.
Pero sobre todas las cosas temía por su alma, en vano había querido refugiarse
tras los vegetales muros de su edén terrestre anticipando el celestial Jannah,
porque nada permanece oculto a los ojos de Alá.
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