En esta modesta habitación entarimada, cerca del Rhin, en Bonn, hoy hace doscientos cincuenta años lloró un recién nacido y con su llanto nació la música.
Arrostrando inmensas penurias físicas y espirituales desde pequeño, Ludwig van Beethoven se alza sobre la historia como un titán benefactor, como un justo entre los justos que, a pesar de su misantropía (quien habla solo espera hablar a Dios un día) fundara una nueva religión coral de la alegría.
Y cómo no recordar ahora a José Hierro que cantara a Beethoven en su Cuaderno de NY, pero que ya antes mucho antes había beethovenianamente dicho:
"Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca."
o eso de:
"Llegué por el dolor a la alegría.
Supe por el
dolor que el alma existe,
por el dolor,
allá en mi reino triste
un misterioso sol amanecía"
Beethoven nos señala el camino de la esperanza: por terribles y limitadoras que sean sus dificultades puede el hombre siempre alzarse sobre sí mismo y elevarse sobre el dolor y la miseria.
Su alto ejemplo moral, más allá de su excusable carácter huraño y taciturno, se diría inhumano por lo gigantesco y asombroso de su gesta. Él nos ha traído, como un nuevo Prometeo, el fuego sagrado de la voluntad y la creación.
"Solo el arte y la ciencia pueden elevar a los hombres a la altura de los dioses"
nos dice desde sus inaccesibles alturas, cercanas sin embargo al corazón de todo aquel que escucha su música fundadora y oceánica.
Celebramos ahora los doscientos cincuenta años de este nacimiento y aún cabría decirse que somos casi casi contemporáneos suyos, pues la humanidad aún habrá de celebrar el primer milenio beethoveniano y el segundo y el tercero y el... Pues de no ser así, o nos habremos extinguido, o habremos dejado de ser humanidad.
¡GLORIA A BEETHOVEN!
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