domingo, 31 de enero de 2021

Ojos

Confundidos por la suficiencia empírica de los sentidos, apenas atisbamos los  pertinaces prodigios de la realidad: nada hay que nos admire en la fuerza de la gravedad y aun juzgamos intrascendente la maravilla fluida y ectoplasmática del electromagnetismo. Aunque ambos fenómenos sean de naturaleza arcana e ignota, hemos fiado a los hombres de ciencia el asiento notarial de estos milagros y así apenas ocupan nuestro pensamiento.

Creemos solo lo que vemos, pero ni siquiera miramos.

La naturaleza ha preservado, sin embargo, algunos paisajes y fenómenos cuya contemplación nos perturba porque exceden las coordenadas kantianas en las que, como en una colección de insectos, clasificamos los datos del mundo. Son  reflejo directo de la Divinidad y admiten una sintética numeración borgiana:

el incesante mar cuya circunferencia solo puede cerrar el cerebro apelando a la abstracción geométrica del infinito; los estrellados abismos del cosmos cuya luz y cuyo tiempo es anterior a la especie; la hoguera de la tribu, llama inasible que reverbera contra los muros de la gruta y en la hipnosis de las chimeneas; las montañas y crestas alpinas con sus cumbres de hielo donde moran los dioses.

Cada uno de estos paranormales panoramas -el mar, el cielo, la hoguera y la montaña- se corresponden con los cuatro primitivos elementos en los que los griegos cifraron la totalidad de la materia: el agua, el aire, el fuego y la tierra.

Quien los contempla se asoma a un abismo terrible. Carecemos (Rilke) de suficientes fuerzas para soportar la intensidad de su visión.

El cuerpo humano o animal no es ajeno a esta prosificación de lo sublime y, aunque nos deslumbre la belleza física, asumimos con irremediable escepticismo las profecías del barroco: no somos más que llagas y huesos, carne para los gusanos. 

Nos cruzamos sin ver más allá de la cáscara dolorida de la piel, de lo contrario, toda aparición de una mujer, de un hombre, causaría la impresión que infunde un recién nacido, cuando se hace presente desde la nada que le había dado cobijo.

Por la ley universal de las correspondencias también debería participar el cuerpo material (natural) de un acceso real, -tangible como el mar, el fuego, el cielo o la montaña-al ámbito sagrado de todo cuanto existe y así -porque ven y porque los vemos (Machado)- abren los ojos animales y humanos un ventanal hacia el abismo del alma.

Los ojos son extraños y ajenos a la morfología orgánica, a su colorido común, participan de una esencia más celestial que biológica.

Ahora en la pandemia somos todo ojos.

Ojos donde uno puede leer en un lenguaje sin sonido el brillo de la inteligencia, las chispas del deseo, la languidez del amor, los sables de la cólera, la lágrima del dolor o el arroyo de la risa.

¿Y acaso no son los ojos, nos dicen los poetas, sino cielos estrellados, mares en calma o tempestuosos, llamaradas ardientes, luces mortecinas, abismos insondables de hielo y  majestad?


Miradas: Rilke, Lou Andreas-Salomé, Picasso, Pound, Heidy Lamarr

 




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