sábado, 9 de mayo de 2020

Diario del Año de la Peste LVII ("Así murió de covidia el Marqués de Caños - III" )

En capítulos anteriores:

Capítulo I
Capítulo II


A batallas de amor, campos de pluma. En mitad de sus ardorosos empellones el Marqués se quedaba dormido, según pasaba los días siguió subiendo la dosis de alcohol y las siestas se hicieron más profundas y más largas. Así pues al alivio interrumpido del señor de la casa se añadía el alivio de su lacayo a quien solo un hilo fragilísimo de elemental supervivencia -¿dónde podría buscarse ahora la vida con el país al completo metido en el calabozo? - lo hacía cómplice de esa extraña simbiosis en la que ora ejercía de huésped, ora de parásito.


Mientras el marqués sucumbía a las garras de Morfeo, casi tan afiladas como las suyas propias, Ezequiel podía deambular por la mansión a su antojo, pero el de Caños se había prevenido a conciencia y las intenciones de su criado chocaron con toda clase de caja fuertes y cerraduras. Lo había previsto todo: no solo había escondido la llave del coche sino que había tenido la precaución de vaciar el depósito de combustible. Ni siquiera podía acceder a los más selectos manjares de la despensa o a las bebidas espirituosas, confinadas bajo siete llaves en un arcón del siglo XVIII.

-No es uno grande de España por casualidad -se decía a sí mismo con complacencia- mientras cerraba los candados.

Tras una semana de excursiones a todas las estancias del palacio Ezequiel concluyó que no tenía más alternativa que permanecer enclaustrado junto a su carcelero hasta que llegara la desescalada y pudiera hacer auto stop en la carretera de Matalascañas que pasaba a medio kilómetro de la finca.

Como ni siquiera le era permitido el uso de un teléfono móvil no llegaba a creerse del todo las noticias que le daba su señor, que cada sábado (sin importar el plazo transcurrido desde su encierro) anunciaba otros quince días más de condena. Para su sorpresa, tras la muerte del marqués y mientras hacía sus declaraciones a la policía, tuvo la evidencia de que eso era en lo único en lo que Jacinto Bandera no le había engañado.

Un día de tantos muy avanzado ya el confinamiento, después de casi treinta días de reclusión, sucedió algo inesperado, alguien llamó al marqués en mitad de la alta noche y este llegó a descolgar su real iphone, regurgitó extrañas imprecaciones e incompensibles borborigmos y cedió otra vez al sueño.

Pero esta vez había dejado el teléfono desbloqueado.

(Continuará...)

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